lunes, 3 de junio de 2013

Capítulo Duodécimo: Algo más que fe


Después de una semana de convivencia, aún no nos hacíamos a nuestros nuevos compañeros de refugio. Dedicaban casi la totalidad del día a rezar para que el apocalipsis se terminara, y aunque nos habían invitado varias veces a unirnos a ellos, nosotros habíamos rehusado. Si de algo estábamos seguros, era de que Dios no iba a bajar del cielo a purificar a los zombis y convertirlos de nuevo en personas. Me preocupaba seriamente tener que vivir allí el resto de los días que me quedaban, que según los cálculos del párroco eran más o menos un año si no encontrábamos más comida.
Desde que habíamos llegado aún no habíamos salido a fuera ni una sola vez, así que le propuse a Albert dar un paseo. El exterior de la iglesia daba acceso a un enorme patio de piedra rojiza cercado por una resistente verja de hierro. Las vistas eran realmente espectaculares, se podía ver Barcelona al completo. Por desgracia, no parecía tener el mismo aspecto de meses atrás. Varias columnas de humo negro se levantaban en distintos puntos de la ciudad. Seguimos caminando hasta acercarnos a algo que llamo nuestro interés. Un pequeño telescopio azul anclado al suelo ofrecía la posibilidad de poder disfrutar de una visión más cercana de la ciudad por el módico precio de un euro.
-Albert, dime que tienes una moneda. –Le dije mientras nos acercábamos al aparato con ganas de echar un ojo.
-Pues lo siento pero no, tal y como están las cosas no pensé que un euro nos sirviera de algo.
Por suerte, al parecer alguno de los feligreses había abierto el cajón donde iban las monedas y había dejado un euro para cuando alguien quisiera mirar. Cogí la moneda, la introduje en la ranura y la óptica se abrió. Aunque de lejos no se podía apreciar con claridad, kilómetros y kilómetros de coches abandonados atascaban las principales vías de la ciudad, y congregaciones de lo que parecían ser centenares de esos bichos deambulaban sin rumbo allí abajo. El telescopio también daba una visión nítida y cercana del parque de atracciones que se encontraba a nuestros pies. Por allí no parecía haber ni rastro de infección, seguramente como había predicho, se había cerrado varios días antes del apocalipsis, lo que no llegaba a entender era porque el cura nos había asegurado que allí había “impíos” como él los llamaba. Después de que los dos echáramos un vistazo por el aparato, continuamos caminando. Nuestra visita termino en una pequeña construcción de piedra adaptada como tienda de souvenirs. Nos acercamos y miramos al oscuro interior cuando de pronto, David, un muchacho de unos ocho años que vivía con su madre nos sorprendió por la espalda.
-Es peligroso estar cerca –Nos advirtió el niño.
-¿Cerca de donde David? –Pregunté yo.
-De esa tienda, el padre Isaac no nos deja acercarnos.
-Vaya, no nos había dicho nada ¿Qué hay? –Proseguí intentando socavar algo de información.
-Mi papá. –Respondió él contundente.
-¿Dices que tu papá está aquí? –preguntó Albert atónito.
-Sí, se puso malo un día porque uno de esos impíos le mordió y…
-¡David, deberías estar rezando con tu madre! –Interrumpió bruscamente el Padre Isaac.
-Lo siento Padre.
El niño se alejo de nosotros como alma que lleva el diablo y desapareció de la escena. Sin pelos en la lengua Albert se dirigió al párroco.
-¿Es cierto que tienen a un infectado ahí dentro?
-Así que el muchacho se ha ido de la lengua. Bueno tarde o temprano debíais saberlo.
Sacó un manojo de llaves del bolsillo y rebuscó en él mientras se acercaba a nosotros. Metió una de las llaves en la cerradura,  giró el pomo y nos invitó a pasar. Cuando nuestros ojos se acostumbraron a la penumbra, pudimos ver una imagen espeluznante acompañada de un olor cuanto menos repulsivo. En medio de la tienda, atado y amordazado a una silla de madera, permanecía sentado un infectado.
-¿Se puede saber que cojones hace este infectado encerrado? –Gritó Albert aterrado.
-¡Vigila esa lengua en la casa del señor, joven! –Le recriminó el cura.
-¡Precisamente porque es la casa del señor no debería haber ninguna de estas criaturas! –Exclamé yo incrédulo.
-Antes de convertirse en un impío era uno de nuestros feligreses. Estoy intentando curarle desde entonces, no puedo abandonarle, era un buen hombre y algún día Dios me dará la razón. Estoy haciendo grandes progresos con él.
 -¿Y cómo supuestamente piensa curarlo? –Dijo Albert más tranquilo.
-Con agua bendita por supuesto, y rezando por su alma, llevamos semanas haciéndolo constantemente. Si vosotros dos os unierais a nosotros tal vez los progresos serian más palpables.
-¿Así que por eso rezan todo el día?, Padre Isaac, no creo que Dios tenga nada que ver en todo esto. –Dije yo intentando que entrara en razón.
 -¡Dios está en todas partes muchacho!–Gritó él enfurecido.
-Está bien Padre no se altere, ¿podría explicarnos como se infectó? –Preguntó Albert intentando apaciguar la situación.
-¡Defendiendo a su mujer, a su hijo y al resto de nosotros como un buen cristiano!
-¿De qué manera? –Pregunté yo.
-La segunda semana del apocalipsis, llegaron un par de docenas de pecadores a nuestras puertas, tal vez Dios nos puso a prueba para que pudiéramos ver de primera mano de lo que era capaz. Jaime aquí presente, junto a Carlos y Alfredo nos defendieron al resto de esas criaturas, pero por desgracia una de ellas le alcanzó con un bocado en el brazo. Poco después cogió fiebre, entró en coma y falleció, hasta que como Cristo, resucitó. Debía ser una señal, la maldad que corría en sus venas no era suya, sino del demonio. Lo encerramos para que en su locura transitoria no pudiera hacer daño a nadie, ese es el porqué de que esté aquí.
-Está bien padre, lo comprendemos. –Dije dándole la razón a la vez que hacia un gesto a Albert para que me siguiera el juego.
-Si padre, es lo único que podía hacer. –Respondió Albert respaldándome.
-Gracias hijos míos, es un gran alivio que lo comprendáis. No parecéis ser como esos necios de Cristian y Marta.
-¿Quiénes son esos dos? Nunca he oído hablar de ellos. –Pregunté yo intentando sonsacar más información de nuevo.
-Ni lo haréis, prometí no volver a hablar del tema.
-Tranquilo padre, no hace falta que diga nada. –Dijo Albert.
-Ahora hijos salgamos de aquí, es hora de mi misa diurna.
Dejamos al infectado en la pequeña tienda y volvimos a dentro. La cosa no podía quedar así, Todo aquello resultaba cada vez más extraño y aterrador. Como una maldita peli mala de terror. Esa misma tarde fuimos a preguntar al pequeño David si sabía algo de aquellos nombres. No hizo falta tirarle demasiado de la lengua para que hablara.
-Eran una pareja que llegó más o menos hará un mes. Cristian era simpático, estaba casado con una chica pero ella se había convertido en una impía. Vino con Marta, una amiga suya escapando de los “impíos” que les perseguian. El padre Isaac los invitó a quedarse hasta que un buen día les cogieron haciendo cosas.
-¿Qué cosas? –Preguntó Albert intrigado.
El niño esbozo una sonrisa traviesa y siguió hablando.
-¡Cosas de mayores!
-¿Y qué les paso? –Pregunté expectante.
-El padre Isaac se enfadó mucho, decía que esas cosas no se podían hacer en la casa del señor, que por cosas como estas había llegado el apocalipsis. Ellos se disculparon pero el padre Isaac quería que pasaran la prueba de Dios.
-¿Y cuál era la prueba? – Volví a preguntar absorto.
-Los llevaron con mi padre, decían que él tenía poderes para juzgar a los pecadores. Después no los volví a ver.
El relato del niño nos dejó a los dos sobrecogidos, sin saber que pensar. Si bien era cierto que el relato parecía imposible, el niño lo había contado como si tal cosa. Pasamos el resto del día disimulando después de hacerle prometer al pequeño que no hablaría de nuestra conversación con nadie. Una vez en el cobijo de nuestra habitación, y vigilando de que nadie nos sorprendiera, pusimos las cartas sobre la mesa.
-Albert, debemos salir de aquí.
-Lo sé, pero tienen todas nuestras armas, y sin ellas no llegaremos muy lejos.
-Eso déjamelo a mí, creo que sé donde las tienen, necesito que tú te ocupes de coger algunas latas de comida y un poco de agua, no llegaremos muy lejos sin ellas.
-¿Cuando quieres salir? –Preguntó Albert convencido.
-Saldremos ahora mismo. No he aguantado tres meses después de haberlo perdido todo para que ahora venga un cura chiflado a arruinarlo, seguiremos buscando refugio, este es demasiado peligroso, una semana más y acabaran por lavarnos el cerebro. Este padre se ha aprovechado del miedo de la gente para domarlos a placer, no voy a permitir que me pase lo mismo.
-Supongo que da igual hoy que mañana. –Respondió Albert tolerante.
-Saldremos en una hora, cuando todos se duerman. Ten cuidado, temo que si nos descubren acabemos como los famosos Cristian y Marta.
Todos parecían haberse dormido y en el pasillo no se escuchaba un alma, era hora de movernos. Mientras Albert se quedaba en la cocina a coger provisiones, yo me dirigí al despacho del padre Isaac. Durante toda nuestra estancia, era el único sitio en el que no habíamos estado y por tanto, el único en el que podían estar guardadas las armas. Empujé la puerta de madera pero estaba cerrada, como era de esperar. Respiré hondo y pensé en las posibilidades. Debía revisar la puerta y encontrar los puntos débiles. Con unas ganzúas y algo de experiencia no me hubiera costado ni medio minuto abrirla, pero en ese momento no disponía ni de una cosa ni de la otra. La única solución era desanclarla de los pernos que la sujetaban a la pared. Utilicé una pequeña navaja que llevaba en uno de los bolsillos de la chaqueta y comencé a desenroscar los tornillos. El proceso fue bastante lento, pero después de casi diez minutos y un par de cortes superficiales en los dedos, conseguí desencajar la puerta sin despertar a nadie. Entré  por el pequeño hueco que había quedado y revisé rápidamente la estancia con una linterna. Escondidas en un armario, encontré las dos armas y además un revolver de cañón corto cargado con seis balas. Me cargué las dos armas a la espalda, me metí el revólver en la chaqueta y salí de la sala nuevamente. Fuera, tres sombras esperaban bloqueando mi único camino de huida, era el padre Isaac acompañado de sus dos perros guardianes armados con escopetas.
-Parece ser que Dios nos ha vuelto a poner a prueba… será mejor que sueltes las arma, muchacho. –Dijo el cura.
Antes de que ninguno de los otros dos se pronunciara encendí la linterna y les enfoqué a la cara.
-Es usted padre, siento haberle despertado es que no podía dormir.
-Y has decidido asaltar mi despacho para relajarte, ¿verdad?
-¡Apaga esa linterna o lo lamentarás! –Dijo Carlos.
-¡No en la casa del señor a menos que sea totalmente necesario!- Le recriminó el cura.
-Oh, lo siento enseguida la apago.
-¡No has oído, deja la armas y apaga la linterna! –Gritó furioso Alfredo.
Con ese grito con toda seguridad había conseguido despertar a la mayoría de feligreses y alertar a Albert de que algo no iba bien.
-Está bien ya las dejo.
Me agaché y depuse el fusil y la escopeta en el suelo mientras continuaba enfocándoles con la linterna.
-Veis, ya está.
Al tiempo que me levantaba de nuevo, saqué el revólver del bolsillo de la chaqueta y apunté a la cabeza del padre sin que ninguno de los tres se diera cuenta aún cegados por la luz. Entonces apagué la linterna. Mientras ellos volvían a acostumbrarse a la oscuridad, aproveché para coger al cura del brazo, darle la vuelta, y apuntarle con la pistola en la sien. Cuando las retinas de los dos individuos se acostumbraron a la penumbra, se dieron cuenta de lo que acababa de suceder. El primero en pronunciar palabra fue el cura.
-¿Hijo mío, supongo que no querrás matar a un siervo del señor en su propia casa?
-Yo también lo supongo padre, pero así son las cosas, es usted o yo por lo que parece.
-No íbamos a hacerte daño muchacho, no somos esa clase de hombres. –Dijo Alfredo.
-No, sois del tipo de hombres que matan a dos personas por haber hechado un polvo en una iglesia.
-¿Co…como sabes eso? –Preguntó el padre Isaac.
-Eso no importa, y ahora vosotros dos descargad las armas y dejadlas en el suelo.
-¡Obedeced! –Dijo el cura muerto de miedo.
-Vaya padre, parece que no tiene prisa por encontrarse con el Creador, ¿eh?
-No a manos de un cabrón como tú. –Respondió él.
-Lo que usted diga, ahora coja mis armas muy lentamente y pásemelas.
El párroco obedeció sin rechistar mientras mi nuevo revolver le apuntaba a la cabeza. Me cargué de nuevo las armas a la espalda y salí de allí dejando atrás a los dos hombres con el cura como rehén. Algunos de los feligreses comenzaron a asomarse por la habitación, pero al encontrarse de frente con el cañón de mi nuevo revolver volvieron atrás. No quería hacerles daño, pero tampoco quería que ellos me lo hicieran a mí. Después de un par de minutos conseguí dar con Albert en la cripta.
-¿Qué coño haces Eric? –Me preguntó Albert alarmado al ver la escena.
-Improviso.
-Pues haber como improvisas esto, las puertas están cerradas y no tenemos llaves para abrirlas. –Dijo Albert visiblemente asustado.
-Padre, las llaves.
-Hijo mío no las tengo, están en el despacho.
-Albert regístrale, no me fío.
Albert empezó a registrar el cuerpo del cura con cierto pudor hasta que llegaron sus dos escoltas armados con las escopetas acompañados de buena parte de los feligreses.
-Vaya, no pensaba estar aquí cuando aparecieran; Albert, colócate detrás de mí. -El pecho me estaba a punto de estallar y estaba seguro que hasta el cura notaria mis latidos en su espalda.
-Chico, suelta al padre Isaac o lo lamentarás. –Dijo Carlos hecho una bestia.
-Suéltalo, vais a meteros en un problema muy serio. –Gritaba uno de los feligreses.
-Chavales del demonio, no sois bien recibidos en la casa del señor. –Decía una anciana.
-Dejad que el pastor vuelva con su rebaño. –Gritaba otra.
-Este rebaño se va a quedar sin pastor a menos que nos deis la llave de la puerta, nos marcharemos y os dejaremos en paz.
-Alfredo hijo mío, ve a buscar la llave a mi despacho. –Dijo el cura temiendo lo que pudiera pasar.
Alfredo se marchó corriendo y volvió al cabo de un par de minutos con el gran manojo de llaves en las manos.
-Déjalas en el suelo y empújalas con el pie hacia aquí.
El hombre obedeció y Albert recogió las llaves. Se acercó a la cerradura y después de unos cuantos intentos dio con la correcta.
-Os arrepentiréis de ésta, cabrones. –Me susurró el cura al oído justo antes de lanzarlo contra sus feligreses de un empujón para facilitar nuestra huida.
Después de que los dos cruzáramos al otro lado, cerré la puerta con llave y lancé el manojo por encima de la cripta hasta las escaleras de la iglesia. No podía dejarlos encerrados allí para siempre, pero tampoco iba a arriesgarme a que vinieran detrás nuestro. Tarde o temprano encontrarían las llaves, pero para entonces ya estaríamos muy lejos, o eso pensaba.
Corrimos hacia el coche lo más rápido que pudimos, por suerte seguía aparcado en el mismo sitio donde lo habíamos dejado una semana atrás. Busqué las llaves en la chaqueta y apreté el mando desbloqueando todas las cerraduras del coche. Albert abrió la puerta, pero justo antes de introducir su mochila dentro, un disparo destrozó en mil pedazos el cristal del maletero. Inmediatamente los dos nos dimos la vuelta y comprobamos de donde procedía. Era Alfredo, que había conseguido salir y estaba disparándonos. Otro nuevo disparo, que esta vez destrozó uno de los retrovisores, nos alerto de que Carlos había empezado a disparar también. Detrás de él se encontraba el padre Isaac. Sin duda habían logrado salir gracias a otra llave, posiblemente escondida en el atuendo del cura.
-¡Pensaba que habías registrado bien al cura! –Le dije mientras nos escondíamos detrás del coche.
-¡Y yo pensaba que habías desarmado a esos capullos! –Me recriminó Albert.
-¡Touché!
-¿Cómo vamos a salir con el coche por ahí?
-No lo haremos, el coche está destrozado. Te voy a cubrir con el revólver, quiero que cojas todo y pases al otro lado de la valla, y que sea rápido solo tengo seis balas.
-¿Y tú?
-Iré después de ti, tranquilo, no voy a hacerme el héroe muriendo acribillado. ¿Listo?
-¡Sí!
-¡Ahora!
Mientras yo salía de mi cobertura, Albert se subió al coche y lanzó todas nuestras pertenencias por encima de la valla. Cuando consiguió cruzar al otro lado, a mí tan solo me quedaba una bala. Subí al capó a toda prisa, apunté hacia su dirección y disparé. Justo después de escuchar mi último disparo, los dos tipejos salieron de su protección y dispararon con todo lo que les quedaba hacia el coche. De repente, mientras saltaba la valla para descender al otro lado, sentí un pinchazo en la espinilla. Caí al suelo y me miré la pierna mientras Albert sostenía el rifle sobre el capó del coche y comenzaba a disparar.
-¿Estás bien? –Me preguntó él preocupado.
-¡Joder, me ha alcanzado un perdigón!
-¿Puedes caminar?
-Más me vale o estoy muerto.
Me puse en pie lo más rápido que pude, me colgué la mochila de la espalda y toqué el hombro de Albert para indicarle que estaba listo para marcharnos. Se cargó el arma y la mochila a la espalda también y salimos de la escena adentrándonos en el parque.
-Es la primera vez que disparo un arma. –Dijo Albert.
-Pues bienvenido al club. Tranquilo con nuestra puntería no creo que hayamos matado a nadie… ¡joder!
-¿Qué? –Preguntó alarmado.
-Espera aquí.
Volví sobre mis pasos, desenfundé la escopeta y la apoyé en el coche como había hecho Albert anteriormente. Metí la mano a través de la reja dentro del coche. Entre los cristales rotos alcancé el arco que había olvidado allí el primer día y las flechas, y los cargué a mi espalda. Para entonces los dos toscos hombres corrían hacia el coche sin percatarse de que había vuelto a buscar algo. Cuando Carlos se dio cuenta, alzó su arma y comenzó a disparar. Con un acto reflejo apreté el gatillo y disparé los dos cartuchos hacia aquellos tipos. Alfredo que aún estaba cargando su escopeta, cayó al suelo. No podía esperar a ver si lo había liquidado, sólo cogí la escopeta y volví de nuevo a marcharme del lugar.
-¿Que hacías? –Preguntó Albert expectante.
-Si no queremos llamar la atención, el arco será mucho más práctico.
-Vale y ahora salgamos de aquí.

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