jueves, 30 de mayo de 2013

Capítulo séptimo: Desorientación


Desperté mareado y con náuseas. Me incorporé a duras penas y bajé las escaleras desorientado. Allí estaba de nuevo. El mismo salón, el mismo televisor, el mismo sofá. Debería  haber tomado muchas más, pero mi subconsciente no tubo agallas. Abrí el grifo para tomar un sorbo de agua, pero tras un breve goteo dejó de fluir. Perfecto, más buenas noticias pensé. Caminé hasta el cuarto de baño e introduje la cabeza en la rebosante bañera provocando un pequeño desbordamiento. La zambullida me había hecho despejarme un poco, pero aún no sabía ni siquiera en qué día estaba. Me sequé la cabeza con la toalla y me dirigí al salón para encender el televisor. Un breve zapping me indicó que ya sólo dos de los tres canales que habían resistido hasta ahora, seguían en antena. Conecté uno de los teletextos, que aunque no tenía información de ninguna programación sí mantenía el calendario y la hora. Al parecer y si no estaba mal programado, habían pasado tres días desde que intentara suicidarme sin éxito. Las nauseas habían pasado y ahora un hambre atroz me indicaba que mi cuerpo necesitaba alimentarse. Preparé un detestable risoto de sobre y me senté en la mesa a ver qué había ocurrido en el mundo durante mi letargo.  Por lo visto, me había perdido una comparecencia del rey, aunque de todas formas ya imaginaba el mensaje principal.
-“Es para mí motivo de orgullo y satisfacción marcharme a un bunker que he construido con vuestros impuestos mientras vosotros os pudrís en vuestras casas y esperáis a morir de hambre y de sed.”
Bueno, pensé, al menos ha tenido el valor de resistir hasta ahora –en aquellos momentos no sabía que desde el primer día del apocalipsis, él y toda su familia se habían refugiado en un bunker de máxima seguridad, y la comparecencia de hacia días la había hecho ya desde allí-.
Además de la comparecencia no me había perdido gran cosa, salvo que como era de esperar, media docena de bases civiles habían caído ya en diferentes puntos del país. El maldito virus iba a acabar él solito con la raza humana. Cogí el teléfono que me quedaba después de que el otro se hubiera roto en el balcón de la segunda planta y llamé a Albert, que ahora era la única persona con la que podía hablar.
-Hola, ¿Albert? –Le pregunté con apatía
-¡Aleluya!, te he estado llamando estos últimos días pero no has cogido el teléfono.
Entonces le conté todo lo que me había sucedido en los tres últimos días.
-No sé qué decir, salvo que lo siento. Yo tampoco he recibido noticias de Carlota así que…
-¿Y qué tal están tu hermano y tu madre?
-Bien, bueno, dentro de lo que cabe…
-Las líneas no tardaran en caer, yo ya no tengo suministro de agua.
-Lo sé, yo tampoco, he puesto algunos cubos en el tejado para que recojan el agua cuando llueva, si es que llueve…
-Buena idea, voy a hacer lo mismo. Por cierto, en cuanto a lo del teléfono, ¿recuerdas aquellos walkie talkie que utilizábamos cuando íbamos a esquiar?
-Claro, podríamos utilizarlos, el mío debe estar aún en algún cajón de mi habitación, voy a ver…
Tras un par de minutos de escuchar ruidos y maldiciones, Albert volvió a ponerse el auricular en la oreja. Yo ya había recuperado el mío, recordaba haberlo puesto en la guantera del Jeep la última vez que habíamos salido y allí estaba aún. Apenas daba alcance para un par de kilómetros, suficiente para lo que lo necesitábamos. Lo encendí pero dentro del parking apenas había señal, subí al primer piso e intenté contactar con él.
-¿Me recibes?- Le pregunté por el walkie.
-No te escucho muy bien –Me respondió él con la voz entrecortada.
-Espera le dije esta vez por el teléfono, voy a subir a la segunda planta… ¿ahora qué tal?
-Mucho mejor. Bueno pues así ya sabemos qué hacer para contactar en caso de pérdida de la línea.
Después de hablar un buen rato aprovechando los últimos momentos de las líneas telefónicas, colgamos y volví a la horrible monotonía en que se había convertido mi vida, solo amenizada por tragedias y fracasos personales.

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