miércoles, 29 de mayo de 2013

Capítulo cuarto: Provisiones y armas


En el supermercado, el ambiente de tensión se podía notar en el aire. Todos estábamos preocupados, pero algunos más que otros. Yo lo tenía claro, debíamos comprar productos lo más imperecederos posibles y de sencilla preparación. Llenamos uno de los carros con garrafas de agua mineral y otro con comida enlatada, sobres deshidratados y barritas energéticas, y salimos de la tienda lo más rápido que pudimos. No nos hacía gracia vernos expuestos sobre todo después de lo que acabábamos de presenciar. Cargamos las provisiones en mi Jeep, pero antes de volver a la seguridad de nuestras casas decidí pasar por un par de sitios más a pesar de la negativa de Albert.
Nuestra primera parada después del supermercado fue una macro tienda de deportes. En aquellos momentos la paranoia me invadía y era completamente presa del pánico, cada treinta segundos daba una vuelta de trescientos sesenta grados para asegurarme que no había ninguna de esas cosas pululando a nuestro alrededor. Quería seguir el consejo de Albert y marcharnos para casa, pero sabía que tal vez fuera la última oportunidad de aprovisionarnos antes de que las cosas se pusieran aún peor. Compré varios artículos de supervivencia como linternas, un par de mochilas, un buen puñado de pilas, cerillas impermeables y hasta un camping gas con unos cuantos cartuchos extras, si la cosa pasaba, me vería obligado a irme de camping para amortizar la inversión. De camino a las cajas pasamos por la sección de tiro y no pude resistirme a comprar un arco de competición y varias flechas. Hubiera preferido poder comprar un rifle automático o un par de Pistolas Beretta 9 mm., pero esto por desgracia no era Estados Unidos y no te regalaban un arma con tu Happy Meal. Albert siguió mi ejemplo y cogió otro, después de todo no sabíamos si la cosa se iba a poner peor. No sólo me preocupaban los infectados, también los amigos de lo ajeno tan característicos de las situaciones de necesidad.
Pasamos por caja ante la mirada atónita de la cajera y nos dirigimos hacia la última parada, la ferretería. No quería dejar mi casa desprotegida mientras yo estaba en la otra punta del país. Compré varios listones para tapiar puertas y ventanas de la planta de abajo y salimos de la tienda.
Una vez en Alella, dejé a Albert en su casa con su parte de las provisiones y conduje hasta la mía. Por suerte no había señales de infección por la zona. Guardé el coche en el parking y subí al salón para poner el noticiario -que ya se había convertido casi en una droga-. El suceso de la madre y la hija ni siquiera apareció. Había tantos casos en todo el país que ya era imposible reportarlos todos.
Cogí el teléfono y llamé a Ana.
-Hola cariño, al final he decidido que vendré a Galicia. También he invitado a Albert y a Carlota si tus padres están de acuerdo.
-Claro, no habrá problemas, me alegra oírlo, y ¿cuando vienes?
-Mañana prepararemos el viaje, y en cuanto Carlota llegué de Formentera saldremos hacia allí.
Omití la parte del incidente con la madre y la hija y nos despedimos. Preparé algo de comer y me mantuve en el televisor hasta bien entrada la madrugada. Por lo visto era bastante probable que, dada la situación se impusiera el estado de excepción y los toques de queda en todo el territorio en los próximos días –varios países como Estados Unidos y Canadá ya se habían acogido a esos estatutos-.
Me levanté temprano. No había podido pegar ojo repitiendo una y otra vez la escena vivida el día anterior, en cuanto cerraba los ojos la imagen de la pequeña con su vestido empapado de rojo carmesí venia a mi mente sin remedio. Desayuné algo y me puse a tapiar las ventanas. Con tanto alboroto me había olvidado llamar a Verónica para que no fuera a trabajar a la oficina. La llamé al móvil pero no lo cogió, probé suerte en el despacho y en su casa, pero tampoco descolgó. Tragué saliva y continué tapiando.
Después de un trabajo bien hecho, encendí el televisor. A las tres de la tarde se esperaba una comparecencia del mismísimo Rey Juan Carlos. Me mantuve pegado al televisor hasta la hora del comunicado y escuche lo que tenía que decir.
-“Queridos ciudadanos, nos encontramos en un momento de crispación y temor, y por ello he decidido instaurar el estado de excepción. Durante la tarde de ayer y todo el día de hoy, se me ha informado de numerosos saqueos en varias ciudades de nuestro país. Por el bien de los ciudadanos me veo obligado a imponer el toque de queda en todo el territorio español, incluidas las islas. Todo aquel que sea visto a partir de las nueve de la tarde, será arrestado inmediatamente…”
Allí estaba, como habían presagiado los medios. Si el rey se había visto obligado a instaurar el estado de excepción, es que las cosas se estaban desmoronando muy rápidamente. Cambié de canal.  Disturbios en la mitad de los países del mundo, el ejército ya había salido a la calle en otros tantos. Había llegado el caos total, el principio del Apocalipsis. Ahora solo cabía esperar que todo acabara cuanto antes.
Llegó el día de partir hacia Galicia, después de un par de llamadas infructuosas –las líneas empezaban a estar saturadas- conseguí contactar con Albert.
-Y bien, ¿ya ha llegado? – Le pregunté inquieto y nervioso.
-No, y ayer tampoco conseguí hablar con ella. Me tiene bastante preocupado. Mi hermano se ha mudado a mi casa, ha decidido quedarse aquí, dice que su apartamento es muy pequeño.
-¿Seguro que no quiere venirse con nosotros?, la casa es grande.
-No, esperará a mi madre y se quedaran aquí, dicen que es más seguro. De hecho creo que me  quedaré con ellos. No puedo irme sin Carlota.
-Claro, lo entiendo.
-Tal vez esta sea la última vez que hablamos.
-No digas eso, capullo, ya verás como en un par de semanas los del ejercito se ponen las pilas y podemos volver a nuestra antigua vida. –Dije sin creerme mis propias palabras.
-Buena suerte entonces. –Dijo él con resignación.
-Igualmente y...raciona la comida. Descuida, la humanidad saldrá de ésta.
Era hora de ponerme en camino, no podía esperar mucho más o las carreteras se colapsarían. Era ahora o nunca. Subí a mi habitación y metí varias mudas de ropa al azar dentro de la mochila. También me agencié el viejo bate de béisbol que decoraba una de las pareces de mi cuarto. Bajé a la cocina y escogí los dos cuchillos más largos y afilados que tenia, por si surgía el caso. Continué escaleras abajo y llegué al garaje. Accedí a un pequeño trastero y me hice con mi viejo equipamiento de moto. Unos guantes de neopreno, un casco integral negro y una chaqueta que me había salvado la vida de un par de caídas serias gracias a sus protecciones en hombros y antebrazos. Me monté en el cargado Jeep y salí de mi fortificado refugio.
Por lo visto, no era el único que se iba a mudar una temporada. Varios vecinos cargaban sus maletas con presteza dentro de sus coches. Ni preguntas ni saludos, nadie parecía estar para banales cortesías ese día. Salí de la urbanización y me dirigí como otros tantos vehículos a la autopista. Suponía que el peaje de acceso estaría colapsado, pero ese no fue ese el caso. Todas las barreras estaban levantadas. Eso me preocupó aún más. En los casi veinte años que llevaba viviendo allí, no recordaba que se hubiera dado esa situación ni una sola vez. El carril de acceso era lento, pero aún más lenta era la autopista, a pesar de que los más listos habían creado un cuarto carril aprovechando el arcén. Debería haber salido antes, me repetía una y otra vez. A juzgar por el denso tráfico, ya eran pocos los que aún permanecían en sus casas. Tardé casi tres horas en recorrer media docena de kilómetros. Mucha gente abandonaba la psicológica seguridad del interior de sus vehículos y se subía sobre ellos para ver hasta donde llegaban las retenciones. Al bajar, todos soltaban unos cuantos tacos e improperios y volvían a meterse en el interior del coche.
Después de otros interminables cuarenta minutos, algo sucedió. Primero era un goteo controlado, pero al poco tiempo se convirtió en una avalancha de personas. Varios hombres, mujeres y niños corrían en dirección contraria a la autopista con visible pánico arrastrando las pocas pertenencias que podían cargar. Abrí el techo solar y me subí sobre el asiento para ver lo que sucedía. A lo lejos pude ver como una fina columna de humo negro se levantaba pasada una curva, y una marabunta aún más grande de personas se aproximaban corriendo por delante de diez o doce individuos deambulantes que supuse eran infectados. Un escalofrió recorrió mi cuerpo. No tenía ni idea de que hacer. Si dejaba mi vehículo abandonado podría salvarme, pero dentro iban todas las provisiones de las que disponía. Sin ellas no duraría más de una semana. Estaba seguro de que ningún desconocido me ofrecería su casa como refugio ni compartiría la escasa comida de la que dispusiera conmigo.
Cerré los ojos con fuerza, inhale profundamente y volví a abrirlos. Cuando las coloridas centellas provocadas por la presión al cerrar los ojos desaparecieron, la primera visión que tuve fue la de un pequeño cartel blanco que indicaba una próxima salida. Sin pensarlo dos veces, me introduje de nuevo en el coche y aceleré, golpeando al coche de delante, ahora abandonado, para que me diera espacio de maniobra. Puse marcha atrás pero el coche que iba detrás había conseguido pegarse a mí impidiendo de nuevo que pudiera maniobrar. Cabreado y asustado, puse reductora, y empujé al impaciente conductor varios centímetros. Antes de que se bajara a darme dos ostias, aceleré y me dirigí hacia la desviación por el medio de dos carriles. Los laterales del coche crujían cuando rozaban con los vehículos o se llevaban por delante algún que otro retrovisor, y algunos de los pocos propietarios que aún permanecían en los coches tocaban el claxon y dirigían agravios hacia mi persona. Después de unos inquietantes segundos, alcancé el desvío. Según las indicaciones de éste, me llevaría a un pueblo vecino. Por suerte me conocía suficientemente bien la zona y pude salir de ahí sin problemas. El espectáculo no era mucho mejor allí. Algunos zombis caminaban despreocupados por las aceras, y varios transeúntes corrían de un lado a otro intentando preservar sus vidas. Uno de ellos, un hombre con calvicie avanzada y gafas de pasta defendía a su familia de uno de esos muertos a base de maletazos en la cabeza.
No podía dejar de pensar como solo en cuestión de un par de días las cosas se habían podido descontrolar de esa manera. Las manos me temblaban y el corazón se me aceleraba cada vez más. Debía volver a la seguridad de mi hogar. Hacer mil doscientos kilómetros con ese panorama iba a ser completamente imposible.
Esquivé a la gran mayoría, pero con ése no pude reaccionar a tiempo. Era una anciana vestida con bata y zapatillas de estar por casa. Acababa de sortear a un joven que se dirigía de frente hacia mí cuando la vieja apareció. El impacto fue irremediable. La mujer estaba tendida en el suelo, a juzgar por su aspecto y color de piel, era uno de ellos. No esperé a que se levantara, aceleré y esquivé su cuerpo malherido dejándola atrás. Después de eso, la taquicardia aumentó hasta tal punto, que creía que me iba a dar un infarto allí mismo. Después de unos eternos treinta minutos, logré llegar a casa y aparcar de nuevo el ahora destrozado coche en el garaje. Bajé de él, subí al salón y cogí uno de los cigarros que guardábamos para las visitas ya que yo fumaba en raras ocasiones. Cogí el Zippo que me había guardado en el bolsillo antes de salir y abrí la tapa. Después de intentar encenderlo hasta en cuatro infructuosas ocasiones partí el cigarrillo por la mitad y lo lancé al suelo. Me dirigí a la cocina y probé más suerte con una copa rebosante de Vodka. Aunque la mitad del licor terminó derramado en la encimera, conseguí servirme una copa. Dirigí la temblorosa mano hasta mi boca, y lo tomé de un largo trago. Caminé de nuevo hasta el salón, me senté en el sofá y cerré los ojos.

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