jueves, 30 de mayo de 2013

Capítulo noveno: Una sorpresa inesperada


Habían pasado tan solo tres semanas desde que me colara en casa de los vecinos, y ya apenas me quedaba comida de nuevo. Era hora de saquear otra casa, de todas formas estar siempre encerrado iba a acabar por consumirme, necesitaba un cambio de aires. No sabía cuánto tiempo iba a durar el dichoso apocalipsis, pero desde luego pensaba resistir hasta que las fuerzas me abandonasen. Lo quería hacer por Ana, por Roger y por todo el maldito mundo muerto o convertido en uno de aquellos seres. Cualquiera de ellos hubiera dado lo que fuera por encontrarse en mi situación y yo no iba a desperdiciarla. Recogí la escalerilla del balcón y la llevé hasta una de las ventanas traseras de la casa. Repetí el proceso y me colé en la nueva vivienda. Ésta pertenecía a una familia de japoneses bastante reservados, habia intentado comenzar un dialogo con ellos para conocernos mejor, pero no habia habido mucho feeling. Al parecer el progenitor trabajaba como representante de una conocida marca japonesa de coches y habían venido a vivir aquí hacia solamente un año, vivia con su mujer y su hijo adolescente. Como de costumbre revisé la casa, solo que esta vez, la suerte no me sonrió.
Entré directamente por la habitación de matrimonio, decorada sin duda para que recordara a su antiguo país. Continué por el pasillo y abrí otra puerta, ésta daba a una habitación bastante más moderna, con posters de grupos de música asiáticos que no conocía de nada y una guitarra eléctrica Fender Telecaster de color turquesa con algunos signos de desgaste en la pintura colgada de la pared. Caminé hacia dentro de la sala y la puerta se cerró lentamente tras de mí. Me giré alarmado aunque suponiendo que sólo habría sido un golpe de viento, pero me equivoqué. Un chico joven que reconocí como el hijo de la pareja se interponía ahora entre la puerta y yo. No tendría más de quince años, iba vestido con unos pantalones tejanos anchos y una camiseta negra con la imagen de otro de esos grupos de música. Antes de que pudiera reaccionar, el muchacho comenzó a caminar hacia mí. Retrocedí un par de pasos y tropecé con la cama rodando por encima de ésta. El muchacho continuó caminando hacia mí a mayor velocidad y cayó sobre el colchón torpemente al intentar alcanzarme. Lo tenía claro era él o yo, y después de que la infección me hubiera arrebatado al gran amor de mi vida, estaba más motivado que nunca. No llevaba conmigo ninguna de las dos armas de fuego porque sabía que si las disparaba, esa zona se llenaría de miles zombis en pocos minutos, una cosa era un sonido de cristales rotos y otra muy distinta el estruendo de una escopeta en el interior de una habitación. Agarré el pacificador con fuerza e intenté golpear al muchacho, que con una asombrosa agilidad probablemente fruto del azar, esquivó el golpe haciendo que el bate se clavara en el cabecero de la cama. Antes de poder sacarlo haciendo palanca, el chico intentó morderme, así que lo dejé donde estaba y retrocedí un par de pasos más. El muchacho consiguió atravesar el colchón y cayó al suelo. Antes de que se pusiera en pie lancé el cuchillo de carnicero contra su cuello varias veces y logré partirle la espina dorsal consiguiendo que se desplomara sobre el suelo nuevamente. Aunque el cuerpo ya no se movía, su mandíbula dibujaba espasmosos y silenciosos bocados al aire. Cogí la guitarra que colgaba de la pared, y destrocé su cráneo consiguiendo por fin matar a la criatura definitivamente. En el brazo ahora inmóvil, tenía un vendaje provisional hecho probablemente por él mismo. Seguramente había logrado el voto de confianza de sus padres para quedarse solo en casa y por desgracia alguien le había mordido. De todas formas seguramente sus padres permanecerían en el mismo estado allá donde estuvieran. Me senté en la cama y vomité el desayuno. Ya era repugnante verlos o matarlos desde la distancia, pero mutilar a un chico con un cuchillo de carnicero sin duda era muchísimo peor. Después de casi veinte minutos de malestar incontrolable arranqué el bate de la cama y continué escaleras abajo con un inusual temblor de piernas.
No había duda, los miembros más adultos de la familia habían decorado la casa con un carácter puramente tradicional. Parte del suelo estaba cubierto por tatami, había una mesita del té en una de las esquinas, muebles coloniales, un pequeño bonsái en flor marchito expuesto en un cubículo adyacente a la habitación e incluso una katana colgada de una de las paredes. Descolgué la katana suponiendo que sería una de esas vulgares imitaciones baratas que vendían en los bazares, pero el sonido al desenvainarla me sacó de mi error. El filo de la espada era de acero completamente negro con ondulaciones provocadas por el proceso de forja, la empuñadura era negra con una diminuta pieza de lo que parecía ser un dragón representado en oro y un característico cordaje morado en zigzag que rodeaba la empuñadura y sujetaba la pieza a ésta. Lancé un par de cortes al aire y la volví a envainar, definitivamente este instrumento tenía más glamour que mi pacificador casero. La até a mi cinturón y contento hice una pequeña reverencia en señal de agradecimiento a quien fuera que la hubiera puesto en ese lugar y continué mi búsqueda. El resultado de alimento no fue todo lo satisfactorio que hubiera querido pero podría sacarme del apuro. Conseguí varias chocolatinas, algunas salsas, fideos de sobre, algunas algas para hacer sushi y unos cuantos paquetes de arroz. Volví de nuevo a mi casa con el saqueo del día y continué mi amarga existencia.

Capítulo octavo: Una nueva distracción



Me levanté y encendí el interruptor de la luz pero no funcionó, así que me decidí por levantar la persiana y dejar que los primeros rayos de sol entraran por la ventana. Bajé al salón y probé suerte pero ninguna de las luces funcionó, intente encender la tele pero nada. Bueno de todas formas el último canal había dejado de retransmitir semanas atrás con un desaliñado Matías Prats despidiéndose entre lágrimas de la audiencia tras varios días de noticias ininterrumpidas. Miré los contadores y todos estaban conectados. Como temía la luz se había ido y muy difícilmente iba a volver. Al menos habian aguantado hasta el último momento, ni de lejos pensaba que la energia duraria tanto.
Baje a la despensa, ya sólo quedaban un par de sobres de pasta precocinada y una lata de sopa. Según mis cálculos, la comida que había comprado en el supermercado dos meses atrás debería haberme durado por lo menos otros cuatro, pero iba a tener que racionar mucho los dos sobres y la lata si quería cumplir mis objetivos. Debía moverme, tenía que ir a buscar comida a algún sitio o moriría de hambre. La bebida también era un problema; aunque con los cubos en el tejado había conseguido algo de agua extra, hacia un par de semanas que no llovía y ya apenas me quedaban dos garrafas de las veinte que había comprado. La opción más sencilla era cruzar hasta alguna de las casas de los vecinos en busca de suministros. Iba a ser más fácil decirlo que hacerlo; desde que me había parapetado en mi casa no me había atrevido a salir ni al jardín por miedo a que esos engendros cruzaran el pequeño muro y los setos al oírme. La forma más sencilla era saltar alguno de los muros divisorios que separaban mi casa de las otras dos más cercanas, pero como he dicho, le tenía pavor al jardín y por si fuera poco, todo el primer piso estaba tapiado. Si hubiera sacado las maderas de alguna de las ventanas, no podría haberlas vuelto a colocar porque el ruido del martilleo hubiera alertado a todos los zombis de la zona. Debía ser precavido o lo arruinaría todo. Lo primero que hice fue bajar al garaje en busca de una escalera que sirviera como puente entre las dos casas. Encontré una escalera modular y la adapté hasta que quedó totalmente recta. Después subí hasta mi habitación y con algunas bridas até un par de los tablones que había utilizado para tapiar la planta inferior, a la escalera. Mi puente ya estaba listo. Cogí el arco y salí al balcón con cuidado. Disparé una flecha contra la pequeña ventana opaca de uno de los lavabos de la planta superior de la casa de al lado y volví a esconderme dentro de mi habitación. Esperé un par de horas mientras los zombis rastreaban el ruido y se percataban de que no había ninguna presa a la que poder hincarle el diente –tiempo era algo de lo que en esos momentos disponía en grandes cantidades- y saqué mi puente de asedio de fabricación casera. Lo tendí entre la barandilla de piedra de mi balcón y la cornisa del lavabo vecino y me cercioré de que no había zombis a la vista. Crucé con cuidado rogando por que la escalera no se partiese, si caía al primer piso, aunque no me hiciera daño, no iba a tener forma de volver a entrar en casa debido al tapiado de puertas y ventanas.
Después de unos tensos segundos, conseguí cruzar al otro lado. Entré con cuidado dentro del lavabo, y abrí la puerta que daba al pasillo. Un ligero pero claro olor a podredumbre me asaltó con la primera bocanada después de abrir la puerta. Antes de ir en busca de provisiones debía asegurarme de que allí no quedaba nadie. Registré las habitaciones de la planta superior con el pacificador en una mano y un cuchillo de carnicero en la otra, por suerte todo estaba despejado. Opté por bajar a la primera planta y verifiqué que allí no había nadie tampoco. Abrí la puerta y bajé por unas extrañas escaleras de caracol metálicas hasta el garaje lo más en silencio que pude. La peste allí era casi insoportable, después de unos segundos entendí el porqué. En una de las esquinas del garaje yacían muertos un par de galgos que el padre de familia usaba cuando iba a cazar, rodeados por decenas de heces y orines resecos. Cerca de ellos había un par de enormes cuencos metálicos que posiblemente habían albergado comida y bebida tiempo atrás. Un gran saco de pienso rasgado a medio acabar en la otra punta de la estancia me hacía suponer que la causa de muerte había sido el agua y no la comida. Lo más probable era que hubieran dejado alimento y bebida sólo para los días que estuvieran fuera, después de todo, ¿quién iba a imaginar que de la noche a la mañana los hijos del mismisimo demonio se iban a poner a pasear por la tierra?
Hasta ese momento no me había percatado de que los ruidos de las mascotas habían desaparecido semanas atrás, y no pude dejar de preguntarme cuantos animales indefensos habrían perecido también encerrados en sus hogares a la espera de un amo que nunca regresó.
Tan solo quedaba una pequeña bodega separada del garaje por una puerta, saqué la linterna que llevaba en el bolsillo y entré poco decidido y muy asustado, las piernas parecian de gelatina y apenas podian sostenerme. Enfoqué en todas direcciones pero allí tampoco parecía haber ningún infectado, y mejor que eso, acababa de dar  con un pequeño botín de comida y bebida. Parecía que después de todo, la incursión iba a resultar una buena idea. Subí a las plantas superiores y rebusqué algo más que pudiera saquear, de todas formas dudaba mucho que sus anteriores inquilinos fueran a volver. Entré en la cocina y rebusqué en los armarios. Encontré bastante comida entre galletas, cereales y pasta aún sin empezar. Abrí la nevera pero no resultó tan fructífera como había supuesto, un hedor a carne podrida infestó aún más la habitación. Cerré de nuevo y continué con la búsqueda. De repente caí en la cuenta de que si el padre iba a cazar, seguramente tuviera alguna escopeta escondida por casa. Subí a la habitación suponiendo que era el lugar más probable y comencé a rebuscar en los armarios. Cuando estaba a punto de rendirme y probar suerte por otro lado, un sonido hueco me alerto de que detrás del armario empotrado había algo. Saqué las baldas de la ropa con cuidado y empujé suavemente el tope del armario hasta oír un ligero “click”. Al parecer el armario daba a una pequeña habitación de un par de metros cuadrados con una gran caja fuerte en su interior. Medía cerca de metro y medio  y estaba hecha de grueso acero. Una combinación numérica de cuatro dígitos y una llave me separaban de lo que fuese que hubiera dentro. En realidad lo que menos me importara ya era lo que se escondía en su interior, después de varios días sin nada que hacer este nuevo reto me suponía un alivio. Me olvidé de las provisiones y me puse a buscar la dichosa llave, los números ya los descifraría tarde o temprano –como he dicho antes, tenía tiempo de sobra-.
Busqué durante horas pero nada, se hacía de noche y era hora de volver a mi segura morada. Encontré un viejo monopatín y até un par de mochilas de deporte repletas de comida a él, crucé con todo por mi puente improvisado y almacené lo que pude antes de preparar la cena. Como suponía la electricidad no había vuelto, así que saqué el camping gas que había comprado y me preparé una  sopa bastante pésima.
Me levanté al día siguiente ansioso por continuar con la búsqueda de la llave que abriría la caja fuerte, de hecho apenas había podido pegar ojo en toda la noche imaginando que podría contener el preciado cajón blindado. Crucé por el puente y me puse manos a la obra. Registré en todos los armarios y cajones de la casa, en los jarrones decorativos e incluso en la cisterna del retrete pero nada de nada. Cuando llegó la hora encendí el walkie y me dispuse a hablar con Albert como todos los días para informarle de lo que había encontrado.
-Ojalá y pudiera estar allí, echo de menos cualquier tipo de diversión. Mi madre y mi hermano se están haciendo insoportables y cada dos por tres tengo que llamarles la atención a los dos para que discutan un poco más bajo.
-¿Como vais de comida? – Le pregunté preocupado.
-Mi hermano y mi madre trajeron comida de sus respectivas casas pero no voy a mentirte, empieza a escasear. Hemos decidido hacer una incursión como tú a la casa de al lado. Espero tener la misma suerte.

Hacía cinco días desde que comenzara la búsqueda de la llave y mis esfuerzos aun no habían obtenido resultados satisfactorios. Antes de volver a cruzar a la casa de los vecinos decidí prepararme un buen desayuno. Cogí el bote de Cola-Cao que había recuperado de la casa de al lado y me dispuse a hacerme un más que probable repugnante batido con agua. Abrí la tapa y descubrí una bolsita de plástico dentro. La saqué y la limpié con un poco de agua que había en el vaso. No me lo podía creer pero allí estaba, después de tanto buscar por toda la otra casa resultaba que la tenia conmigo desde el primer día. Me olvidé de la idea del batido y atravesé el puente que unía las dos casas a toda velocidad. Introduje la llave dentro de la caja fuerte y me aseguré de que era la correcta. Perfecto, ahora ya solo quedaba intentar descifrar el código. Había nueve mil novecientas noventa y nueve posibilidades, aunque lo más probable era que lo descifrara en menos intentos. Empecé con el 0001 y proseguí durante todo el día. Tan sólo me moví de allí para alimentarme e ir al baño. Cuando oscureció volví a casa con dolor de cabeza y me eché a dormir. La mañana siguiente decidí levantarme tarde. Sabía que en cuanto encontrara el maldito número el mundo se me volvería a echar encima.
A media tarde me colé de nuevo en la casa de los vecinos y continué probando combinaciones. Casi cuando el sol se ocultaba por completo, una breve melodía electrónica me indicó que había dado con el número correcto. Era el 9111, estaba claro que con mi suerte tenía que ser uno de los últimos. Quería esperar hasta el día siguiente para ver el contenido de la caja, pero mi impaciencia se apoderó de mí. Giré una pequeña palanca metálica y abrí con expectación la robusta puerta. Como suponía, allí había un par de armas largas y algunas cajas de munición. Además de eso, había también varias joyas y un montón de grandes fajos de billetes que ahora sólo me servirían para limpiarme el culo. Dejé las joyas y el dinero por el momento, saqué las armas y volví a dejarlo todo tal y como estaba antes de mí allanamiento. Escondí la llave en un lugar seguro y bajé al salón a inspeccionar los dos rifles. Una era una carabina de poco calibre seguramente usada para tiro deportivo. En una de las cajas ponía calibre .22, cargué el arma y la dejé a un lado. La otra era una escopeta de doble cañón que usaba cartuchos de calibre .12 seguramente muy similar a la que había usado Ana para defenderse de su familia infectada, sin éxito. Después de tanto tiempo, todos los recuerdos volvieron a mí llenándome los ojos de lágrimas.

Capítulo séptimo: Desorientación


Desperté mareado y con náuseas. Me incorporé a duras penas y bajé las escaleras desorientado. Allí estaba de nuevo. El mismo salón, el mismo televisor, el mismo sofá. Debería  haber tomado muchas más, pero mi subconsciente no tubo agallas. Abrí el grifo para tomar un sorbo de agua, pero tras un breve goteo dejó de fluir. Perfecto, más buenas noticias pensé. Caminé hasta el cuarto de baño e introduje la cabeza en la rebosante bañera provocando un pequeño desbordamiento. La zambullida me había hecho despejarme un poco, pero aún no sabía ni siquiera en qué día estaba. Me sequé la cabeza con la toalla y me dirigí al salón para encender el televisor. Un breve zapping me indicó que ya sólo dos de los tres canales que habían resistido hasta ahora, seguían en antena. Conecté uno de los teletextos, que aunque no tenía información de ninguna programación sí mantenía el calendario y la hora. Al parecer y si no estaba mal programado, habían pasado tres días desde que intentara suicidarme sin éxito. Las nauseas habían pasado y ahora un hambre atroz me indicaba que mi cuerpo necesitaba alimentarse. Preparé un detestable risoto de sobre y me senté en la mesa a ver qué había ocurrido en el mundo durante mi letargo.  Por lo visto, me había perdido una comparecencia del rey, aunque de todas formas ya imaginaba el mensaje principal.
-“Es para mí motivo de orgullo y satisfacción marcharme a un bunker que he construido con vuestros impuestos mientras vosotros os pudrís en vuestras casas y esperáis a morir de hambre y de sed.”
Bueno, pensé, al menos ha tenido el valor de resistir hasta ahora –en aquellos momentos no sabía que desde el primer día del apocalipsis, él y toda su familia se habían refugiado en un bunker de máxima seguridad, y la comparecencia de hacia días la había hecho ya desde allí-.
Además de la comparecencia no me había perdido gran cosa, salvo que como era de esperar, media docena de bases civiles habían caído ya en diferentes puntos del país. El maldito virus iba a acabar él solito con la raza humana. Cogí el teléfono que me quedaba después de que el otro se hubiera roto en el balcón de la segunda planta y llamé a Albert, que ahora era la única persona con la que podía hablar.
-Hola, ¿Albert? –Le pregunté con apatía
-¡Aleluya!, te he estado llamando estos últimos días pero no has cogido el teléfono.
Entonces le conté todo lo que me había sucedido en los tres últimos días.
-No sé qué decir, salvo que lo siento. Yo tampoco he recibido noticias de Carlota así que…
-¿Y qué tal están tu hermano y tu madre?
-Bien, bueno, dentro de lo que cabe…
-Las líneas no tardaran en caer, yo ya no tengo suministro de agua.
-Lo sé, yo tampoco, he puesto algunos cubos en el tejado para que recojan el agua cuando llueva, si es que llueve…
-Buena idea, voy a hacer lo mismo. Por cierto, en cuanto a lo del teléfono, ¿recuerdas aquellos walkie talkie que utilizábamos cuando íbamos a esquiar?
-Claro, podríamos utilizarlos, el mío debe estar aún en algún cajón de mi habitación, voy a ver…
Tras un par de minutos de escuchar ruidos y maldiciones, Albert volvió a ponerse el auricular en la oreja. Yo ya había recuperado el mío, recordaba haberlo puesto en la guantera del Jeep la última vez que habíamos salido y allí estaba aún. Apenas daba alcance para un par de kilómetros, suficiente para lo que lo necesitábamos. Lo encendí pero dentro del parking apenas había señal, subí al primer piso e intenté contactar con él.
-¿Me recibes?- Le pregunté por el walkie.
-No te escucho muy bien –Me respondió él con la voz entrecortada.
-Espera le dije esta vez por el teléfono, voy a subir a la segunda planta… ¿ahora qué tal?
-Mucho mejor. Bueno pues así ya sabemos qué hacer para contactar en caso de pérdida de la línea.
Después de hablar un buen rato aprovechando los últimos momentos de las líneas telefónicas, colgamos y volví a la horrible monotonía en que se había convertido mi vida, solo amenizada por tragedias y fracasos personales.

miércoles, 29 de mayo de 2013

Capítulo sexto: ¿Por qué a mí?


Había dormido el resto del día y buen parte de la noche. Últimamente dormía bastante, seguramente para evitar enfrentarme a la cruda realidad en la medida de lo posible. El día se había levantado con una neblina densa y nívea que acariciaba húmedamente el asfalto. Este hecho junto a los zombis deambulando por la calle parsimoniosos me recordó en gran medida al vídeo clip del difunto Michael Jackson, “Thriller”. Fijé mi mirada en la casa de los vecinos, y pude ver a uno de los críos caminando torpemente por el jardín. La única que parecía no haberse convertido en uno de ellos era la abuela que ahora se consumía dentro del vehículo. Bajé al salón, me preparé el desayuno y encendí la televisión. En Telecinco estaban emitiendo la segunda parte del reportaje de la B.H.S.U. que habían interrumpido  por la explosión nuclear en China, seguramente ya lo habrian repetido otras tantas veces en el transcurso del dia. Al parecer, la unidad de investigación había diseñado una rudimentaria arma que se podía fabricar con materiales caseros destinada a defendernos de los zombis en caso de amenaza. Lo habían bautizado como “The Peacemaker” –El pacificador- y consistía en un palo rodeado en uno de los extremos por varios pinchos largos. Se podía fabricar a partir de una barra metálica con varios cuchillos soldados, una pequeña biga de madera con tornillos largos o un bate de beisbol con clavos en la punta. Este último modelo fue el que yo elegí. La idea era simple pero muy útil, con varios pinchos en uno de los extremos era fácil que alguno de ellos alcanzara el cerebro y destruyera al zombi. Bajé al garaje, cogí un martillo y varios clavos que me habían sobrado de tapiar puertas y ventanas, y los monté sobre un viejo bate que había pintado de negro y plata hacia años, con cuidado de no hacer mucho ruido amortiguando el trabajo con trapos y toallas. De repente el teléfono sonó escaleras arriba, subí corriendo antes de que algún muerto viviente se percatara del sonido y comenzara a aporrear la puerta de entrada al jardín. Era Ana.
-¿Qué tal va todo por ahí? –Me preguntó Ana
-No voy a mentirte, esto se ha convertido en el mismísimo infierno, pero tranquila yo estoy bien.
-Me alegra oírlo, ten cuidado por favor. Dijo sollozante.
-¿Y tú qué tal?
-Pues últimamente no muy bien. Cada vez hay más casos por la zona. Mi padre ha salido hace un rato a comprar provisiones.
-¿Está loco?
-No nos ha querido hacer caso, decía que si no teníamos provisiones cuando llegara el momento, no resistiríamos. De todas formas se ha llevado su escopeta de caza, ahora todo el que tiene armas, las saca a la calle. Los pocos policías que quedan no parecen entrometerse.
-Bueno, no te preocupes todo saldrá bien.
Después de casi media hora nos despedimos y preparé la comida. Subí de nuevo a la terraza e intenté estudiar a mis cadavéricos compañeros. Siempre escondido, siempre en silencio.
Sólo hacia seis días que permanecía prisionero en mi propia casa y ya me faltaba el oxígeno. Con una simple vuelta de diez minutos por la urbanización me hubiera conformado, pero ese era un lujo que no estaba a mi alcance, no si no quería terminar devorado vivo. Baje por enésima vez al salón y desayuné como solía hacer. Encendí el televisor y zapeé entre los tres canales que aún emitían en busca de alguna novedad. Después de un par de horas, la novedad apareció. Ya lo decía mi difunto padre, vigila con lo que desees porque a veces se hace realidad. Otra tragedia azotaba a China de nuevo. Al parecer el gobierno de Hu Jintao no se había amedrentado con las futuras represalias por parte de los Estados Unidos y la ONU y había vuelto a lanzar una de sus bombas sobre Shanghái. Esta vez ya no había reporteros ni enviados especiales para retransmitir las imágenes. No quedaba otra que fiarnos de la palabra del ya agotado y desvencijado Matías Prats y sus informantes. Aunque las cifras habían sido muy similares a las de Pekín, mi reacción esta vez fue mucho más fría. En menos de una semana me había acostumbrado a vivir con la muerte detrás de la esquina. Me apené por todos los inocentes que habían muerto pero comprendí, que el resultado en caso de no hacer nada hubiera sido muy similar. Me di una ducha y practiqué con el arco como de costumbre. Subí a la terraza y me quedé embobado mirando al cielo y a los pájaros volando en él. Un agudo sonido llamó mi atención, era el teléfono que estaba sonando. Metí la mano en el bolsillo y descolgué lo más rápido que pude.
-¿Sí? –Dije con un susurro.
-¿¡Cariño!? –Se oyó gritar desde el otro lado del auricular.
-¿Qué pasa, qué son esos ruidos?- Le pregunté en voz baja inquieto.
-Mi padre… se ha convertido en uno de ellos.
-¿Qué? –Dije esta vez con un tono mucho más elevado.
-No sé cómo, sólo sé que se ha despertado hace un rato y ha atacado a mi madre –Me explicaba Ana entre sollozos y lágrimas.
-¿Y tu hermana? –Le pregunté con el corazón apunto de salírseme del pecho.
-Mi madre la ha atacado. La última vez que la he visto estaba sangrando por el cuello encima de su cama.
-¿Dónde estás tú ahora?- Le pregunté impotente.
-En el cuarto de mis padres, he bloqueado la puerta con un armario pero no tardaran mucho en derribarla con esos golpes.
De repente, los golpes se intensificaron. Probablemente su hermana se había transformado ya y ahora los tres aporreaban desincronizadamente la puerta.
-¿Donde está la escopeta de tu padre?
-Creo que aquí, debajo de la cama.
-¡Cógela y mira si está cargada! – Le dije intentado lo único que podía salvarla.
-Sí.
-Ya sabes lo que debes hacer, esa ya no es tu familia. Repite conmigo, ésta no es ya mi familia, ¡repítelo!–Dije esperando que ese mantra le sirviera y suplicando para que no flaqueara en el último momento.
-Ésta ya no es mi familia. –Dijo ella estremecida.
Un fuerte golpe me indicó que ya habían derribado la puerta.
-¡AHORA! –Le grité enérgicamente.
Dos atronadores disparos se escucharon por el auricular. Esta era mi chica, había conseguido anteponerse a la trágica situación.
-¡Muy bien cariño!
-¡Lidia, para no te acerques más!- Dijo Ana con voz de pánico.
-¡Dispara de nuevo! –Le grité por el auricular.
-Nnno…no quedan más cartuchos… -Me dijo ella presa del pánico.
-Corre, ¡levántate y corre! –Le grité yo impotente al otro lado del auricular.
(Ruidos de cristales, chillidos ininteligibles, lloros y gritos de Ana…)
-¡Te quiero! –Escuché débilmente entre ruidos al otro lado.
-¡Yo también te quiero! –grité con la esperanza que ella me oyera y pudiera llevarse ese recuerdo al más allá.
Después de eso, silencio, tan solo apagado por un leve gruñido lejano. Dejé caer el teléfono y éste se partió haciendo saltar sus pilas recargables por los aires. Me arrodillé ante el balcón con el rostro cubierto de lágrimas y me quedé pensativo sin saber qué hacer, en estado de shock, abatido como nunca ates, ni con la muerte de mis padres habia estado, simplemente yo también morí.
Por lo visto, un par de zombis habían oído mis gritos y habían acudido en busca de carne fresca. Me levanté y los miré con los ojos llenos de dolor, pero sobretodo de ira y frustración. Ellos en cambio, me miraron con cara de satisfacción, pues al fin habían encontrado una presa a la que hincarle el diente después de varios días. En aquel momento, no me importaba ya que entraran, había perdido la única cosa en el mundo que realmente me importaba y quería irme con ella. Pero antes iba a pelear. Me iba a llevar a tantos de esos demonios de vuelta al inframundo como me fuera posible. Cogí el arco que ésta vez sí, llevaba conmigo y disparé hacia a uno de ellos. La flecha pasó de largo e impacto contra la puerta trasera del coche azul empotrado en el muro de la casa de enfrente, atravesándola y alcanzando a la ya putrefacta anciana de su interior. Cargué de nuevo el arco pero esta vez me sequé las lágrimas de la cara para poder apuntar mejor y tomé aire mientras apretaba los dientes con fuerza. La flecha se clavó en el omóplato de uno de ellos sin provocarle ningún dolor aparente. La rabia me consumía por dentro, con cada tiro fallado mi impotencia por no haber podido salvar a Ana crecía. Tensé el arco por tercera vez, lo tensé tanto que sentí como la cuerda penetraba mi piel y faltó poco para que se rompiera. Tome una larga y profunda bocanada del aire, mantube la respiación y disparé. La flecha impactó con tanta velocidad en el cráneo del no muerto, que sólo las pequeñas plumas que estabilizaban el proyectil habían evitado introducirse dentro de su cabeza por completo. El maldito zombi se desplomó sobre el suelo golpeando su cabeza contra el asfalto y provocando que gran parte de la flecha saliera nuevamente por el orificio de entrada. Cargué el arco por cuarta y última vez y disparé. La saeta se introdujo por la cuenca ocular del otro no muerto derribándolo con el mismo impacto. Dejé el arco sobre la mesa de cristal que adornaba la terraza y me metí dentro intentando asimilar la situación. Después de casi veinte minutos de ansiedad llorando sobre la cama, me dirigí al baño y sin pensarlo demasiado me tomé un puñado de pastillas para el insomnio en un intento de acabar con mi sufrimiento y frustración.

Capítulo quinto: Escondido y asustado


Cuando volví a abrir los ojos ya eran más de las siete de la tarde. El alcohol y el estrés me habían jugado una mala pasada. Me incorporé, esta vez un poco más tranquilo y fui en busca del teléfono. Llamé y dio tono.
-Hola cariño…
-¿Aún no has salido? –Me preguntó ella sorprendida.
-Técnicamente sí. –Respondí sin saber muy bien por dónde empezar.
 -¿Quieres explicarte?
-Lo he intentado, pero todo está colapsado. No puedo llegar, salir fuera es un auténtico suicidio.
Le expliqué lo ocurrido durante las últimas horas. Cuando acabé ella se puso a llorar.
-No te preocupes estaré bien, tengo comida y bebida para varias semanas, no me pasará nada ya lo veras. –Dije intentando tranquilizarla.
-Más te vale.
-Te llamaré mañana, te lo prometo.
Nada más colgar el teléfono me senté en el sofá y encendí la televisión a la caza de novedades acerca de la infección. Lo primero que vi fueron videos de numerosos atascos en la mayoría de ciudades del país. Me felicité a mí mismo por no haber hecho eso antes de salir, y seguí haciendo zapping. Reportajes de cuarentena, debates de expertos acerca del virus, anuncios de una comparecencia del presidente de Estados Unidos… Uhm eso podría ser interesante, pensé. Sorprendentemente desde el comienzo del incidente aún no había comparecido en los medios. Esperé un buen rato y por fin apareció interrumpiendo la información que se estaba dando en ese momento. Lo cierto es que hubiera dado igual el canal que hubiera elegido, en todos aparecía la misma imagen del presidente Barack Obama acompañado del secretario general de la ONU Ban Ki-Moon. Primero habló el presidente.
-“Durante las últimas semanas, una plaga de caos y destrucción ha azotado nuestro mundo. A estas alturas, casi todos nosotros hemos tenido contacto con este azote y sabemos de lo que es capaz. Hoy me presento ante vosotros no como presidente de mi país, sino como representante de todos los líderes de los pueblos libres de la tierra para anunciarles la creación de un nuevo ejército global destinado a la lucha contra el virus. Desde hoy, la B.H.S.U. –siglas en inglés de Unidad Especial de Peligro Biológico- velará por la seguridad de todos nosotros gracias a una preparación más efectiva y unos mayores recursos. La B.H.S.U. ha sido creada con los mejores soldados de cada país para dar caza a todo rastro de infección. Me veo obligado a informarles dada la situación, que desde hoy se permite el uso de fuerza indiscriminada contra cualquier infectado tanto por parte del ejercito, como de cualquier civil.”
Justo cuando el presidente acabó de pronunciar la última palabra de su discurso, todos y cada uno de los periodistas de la sala se levantaron al unísono y entre flashes comenzaron a preguntar. Después de casi un minuto de berridos y chillidos confusos, no muy diferentes a los que profesaban esas criaturas que tanto temíamos, uno de los consejeros del presidente intervino poniendo algo de calma. Con el ambiente más relajado, una joven periodista hizo la primera pregunta.
-“¿Hay ya alguna vacuna del virus?”
-“Aunque el mundo entero está aunando esfuerzos por encontrarla, y se han destinado todos los recursos posibles a ello, no. Aún no tenemos la vacuna.”
La periodista se sentó y otra periodista más mayor ocupó su lugar en la ronda de preguntas.
-“¿Hay algún país que no se haya visto afectado por la plaga?” –Preguntó la periodista.
-“Desgraciadamente no. Según nuestros informes, todos los países en mayor o menor medida se han visto afectados por el virus.” –Respondió el presidente con una gota de sudor resbalando por su sien.
Ahora un reportero trajeado se puso en pie.
-“¿Qué recomendaciones darían a cualquiera que se encuentre parapetado en sus casas?”
-“Si no le importa, dejaré que esa pregunta la responda el señor Ban Ki-Moon” –Respondió Obama nervioso.
-“Se han creado bases civiles en casi todas las ciudades del mundo para acoger a cualquier superviviente que lo desee. En ellas encontraran alimentos, bebida y un refugio seguro para protegerse de esos seres. En caso de que no puedan llegar de forma segura a esas bases, se recomienda permanecer en sus casas intentando hacer el menor ruido posible, llenar cubos y  bañeras con agua por si hay esporádicos cortes de suministro –Con esporádicos quería decir permanentes- y administrar de forma eficaz los alimentos de que dispongan. En pocos días, unidades de soldados peinarán las ciudades para ayudar a la población a mudarse a esos centros.”
El trajeado reportero tomo asiento y cedió el turno a otra compañera.
- “¿De verdad no se procesará a nadie por acabar con uno de esos seres?”
-“Todos los estudios realizados demuestran que los individuos infectados por el virus están completa y definitivamente muertos. Aunque consiguiéramos dar con la vacuna, no serviría como cura una vez transformados. Esas personas ya no son padres, madres, abuelos ni hijos. Lo único que hace mover sus cuerpos es el virus. Por lo tanto, dado que están muertos, no puede ser considerado un asesinato y por lo tanto no habrá juicio ni investigación al respecto.” –Respondió el secretario de la ONU que había cogido el testigo de las preguntas de su acalorado compañero de comparecencia.
-“¿Hay alguna manera eficaz de acabar con esos seres?” –preguntó fríamente otro reportero.
-“Solo hay una forma eficaz de acabar con ellos. Dado que el virus opera desde el cerebro de su huésped, éste debe ser destruido por cualquier medio. Por muy escalofriante que suene, la mejor forma es alcanzar el bulbo raquídeo a través de cualquiera de las dos cuencas oculares. La decapitación no es un buen método, dado que aunque facilita que el cuerpo deje de ser un problema, la cabeza sigue operativa, cumpliendo la misión principal de infectar a su víctima.”
Antes de que el reportero pudiera tomar asiento y ceder el turno al siguiente compañero, la reportera que había hecho la pregunta anterior se puso en pie y volvió a preguntar saltándose el protocolo.
- “¿Realmente cree usted que un ama de casa será capaz de ensartarle el ojo a su marido con el que lleva treinta años casada con un cuchillo para trinchar el pavo?” -dijo la periodista, cínica y escéptica.
-“Nnnnno creo que…entiendo las dificultades que conllevaría… se acabo la rueda de prensa”. –Dijo el secretario general de la ONU ahora más nervioso incluso que el presidente.
De nuevo, una oleada de flashes y preguntas inundó la habitación mientras los dos miembros del pulpito abandonaban la sala seguidos de sus múltiples escoltas.
Bueno, si algo había sacado de todo aquello era que podía estar tranquilo, ningún policía iba a llamar a mi puerta para arrestarme por haber atropellado a la vieja zombi. Me levanté del sofá y fui a la cocina a por una cerveza, bastante relajado dada la situación. Caí en la cuenta, que con todo el alboroto no había hablado con Roger desde hacía varios días. Cogí el teléfono y llame a su móvil. Después de siete tonos desistí. Probé más suerte en su casa, nada…
-Posiblemente habrán ido al apartamento de la costa. –Me dije a mí mismo.
Quería hablar con alguien ahora que las líneas aún funcionaban. Lo intenté con Albert. Éste si descolgó el teléfono.
-Hey, ¿cómo va todo? –le pregunté
-¿Eric?
-Sí Albert, soy yo.
-¿No te ibas?- Me preguntó extrañado.
-Digamos que las cosas no salieron exactamente como las había planeado.
-Lo lamento.
-Y carlota ¿Ha llegado ya?
-Aún no. No sé nada de ella ni de ninguna de sus amigas.
-Seguro que han tenido que refugiarse en algún sitio y ya no tienen batería, igual han conseguido llegar a una de esas bases civiles. –Dije yo optimista.
-… Las malas noticias continúan. No iba a decírtelo hasta que llegaras a Galicia pero hablé ayer con la familia de Roger.
-¿Con la familia? –Pregunté extrañado y asustado.
-Sí, parece ser que se ha infectado.
-¿Qué, estás de coña?
-No, no lo estoy… por lo que pude entender de los sollozos de su hermana la ambulancia había volcado y la sangre de un infectado había entrado en contacto con sus ojos y su boca. Al parecer se encontraba en una sala de cuarentena esperando resultados.
-Esperemos que encuentren la vacuna pronto, sino… ¡Joder, que puta mierda! –Dije cabreado.
Mis peores sospechas se habían confirmado. Era lógico que los primeros en infectarse fueran los que tuvieran más contacto con los infectados como el personal médico y ATS. Ahora, y si nadie lo remediaba, Roger se iba a convertir en uno de ellos.
-¿Sigues ahí? –Preguntó Albert.
-Sí, sí… sigo aquí. ¿Y tu madre y tu hermano han llegado ya? –Le pregunté intentando buscar una buena noticia en toda aquella mierda que nos estaba rodeando.
-Sí, están aquí conmigo. ¿Crees que deberíamos trasladarnos a una de esas bases civiles?
-¿Sabes dónde está la base más cercana?
-Lo he mirado en Internet. Hay dos, han habilitado  una en el Hospital de Mataró y otra en la zona Franca.
-Olvídalo, están demasiado lejos. La autopista en dirección Barcelona está repleta de esos monstruos y la otra dirección de la autopista no puede estar mucho mejor. Nuestra única opción es quedarnos aquí y esperar a que esto pase, tenemos la ventaja de las provisiones. Además, desconfío de la seguridad de las bases. Es tan fácil que un infectado no tenga señales evidentes de mordedura que probablemente ya se les haya colado alguno. Seguro que no es tan bonito como lo pintan, con tanta gente allí en caso de querer escapar seria una ratonera.
-Tal vez tengas razón, quedémonos aquí y esperemos.
Después de acabar la conversación me preparé algo de cena y me fui directamente a la cama, después de todo, ese había sido el día más largo de toda mi vida.
Me levanté a media mañana. Bajé y como de costumbre puse la televisión. Ya tan solo las cadenas más grandes emitían. Sorprendentemente, muchos reporteros de éstas habían decidido atrincherarse en los canales de noticias para seguir dando información. Comencé el barrido de canales hasta encontrar novedades del virus, con esto como en todo, la información es poder. En Telecinco emitían un reportaje sobre la recién creada B.H.S.U. A juzgar por las instalaciones, el presidente de Estados Unidos tenía razón y se había destinado bastante presupuesto al asunto. Por lo que pude sacar en claro, esta nueva unidad disponía de varias divisiones, cada una especializada en una disciplina. Los soldados de campo se encargaban de la lucha directa contra los infectados. Los ingenieros y cientificos eran los encargados de estudiar tanto aspectos defensivos en la lucha contra el virus, como la vacuna, como ofensivos como bombas bacteriológicas para acabar con la infección o armas caseras para que la gente pudiera defenderse de los zombis. También estaban los agentes especiales, que se encargaban de tácticas y seguimientos de las masas de zombis que asolaban las ciudades para poder actuar en consonancia. De repente, el televisor se llenó con un fondo negro. Pasados unos segundos, una conexión de última hora apareció en la pantalla en sustitución del reportaje de la B.H.S.U.
-“Interrumpimos nuestro reportaje para ofrecerles una noticia de última hora. Al parecer, China habría lanzado una de sus bombas nucleares sobre Pekín para evitar el avance del virus. Conectamos con nuestra enviada especial en China para que nos dé más datos.” –Dijo Pedro Piqueras con visible asombro y preocupación.
Una chica joven, que nunca antes había visto haciendo una conexión, apareció en una pantalla paralela a la del plató del informativo.
-“Cuéntanos patricia, ¿qué es lo que ha pasado?” –Le preguntó Pedro piqueras.
-“Pues bien, al parecer una bomba nuclear de gran poder, desconocemos aún de que tipo, ha hecho explosión en el centro de Pekín arrasando la ciudad por completo. Varios medios del actual presidente de China, Hu Jintao habrían obligado en el día de ayer a desalojar por completo la ciudad, pero en ningún caso se tenía constancia de que sus intenciones eran detonar una bomba en medio de ésta. Se calcula que tan solo entre el veinte y el treinta por ciento de la población ha conseguido refugiarse y ponerse a salvo en pueblos cercanos como en el que nos encontramos. En números redondos habrían perdido la vida con la explosión más de quince millones de personas.” –Decía la chica con voz entrecortada y con los ojos a punto de llenarse de lágrimas.
Sentí un escalofrío como ninguno que hubiera tenido hasta la fecha que me puso los pelos de punta y la carne de gallina. No podía dar crédito a una barbaridad así hacia su propio pueblo. Pedro Piqueras se mantenía firme aunque visiblemente preocupado mientras continuaba hablando con la joven reportera.
-“Podemos ver a lo lejos lo que parece ser un gran columna de humo formada por varias más pequeñas”.
-“En efecto. Aunque nos encontramos a varios quilómetros de la explosión, los restos de la onda expansiva son claramente apreciables. Se prevé que nadie de los que…” –La chica no pudo aguantar más y comenzó a llorar.
Dejé la tele encendida, me levanté del sofá y me preparé un buen trago. Esta vez no tenía miedo, no me temblaban las manos ni tenía taquicardia. Lo único que notaba era un leve cosquilleo en la nariz y en los ojos. Cogí un buen pedo y me quede dormido en el sofá.
Me levanté por la mañana. Era el segundo día que pasaba encerrado en casa y ya empezaba a sentir claustrofobia. Cogí el teléfono y hable con Ana. Por suerte en su pueblo solo había habido un par de casos de infección y ya estaban erradicados. Hablamos largo y tendido del suceso de China y nos despedimos con la esperanza de volver a hablar al día siguiente. Llamé a Albert y comentamos el suceso. Intentaba no hacerle pensar mucho en Carlota, pero no siempre lo conseguía. Mientras hablaba con él por el inalámbrico –las líneas de telefonía móvil estaban prácticamente saturadas– encontré fuerzas y subí a la pequeña terraza del piso de arriba para echarle un ojo a la situación. No tuve que esperar demasiado para ver al primero de ellos deambulando por la zona. Me agazapé con la esperanza de que no lograra verme y lo observé mientras pasaba de largo.
-¿sigues ahí?
-¡Shhhhhh!… Vale ya se ha ido, estaba echando un ojo.
-¿Cuantos has visto? –Me preguntó Albert expectante ya que él aún no se había atrevido a asomarse por miedo a que lo detectaran.
-De momento sólo a uno pero acabo de sub… –Antes de que pudiera acabar la frase un par de zombis aparecieron en sentido contrario al otro.
-¿Hola? –Repitió de nuevo el impaciente Albert.
Dejé que pasaran de largo y continué hablando.
-¡Hola capullo, hola! –Le susurré molesto-. Sigo aquí cretino, solo que permanezco en silencio para que no me descubran.
-¡Ahh vale!
-Será mejor que vuelva dentro. – Le comenté a Albert bastante acojonado.
Antes de entrar vi a un último zombi. Este no caminaba, se arrastraba. No sabía si era paralítico antes de convertirse o simplemente algo le había pasado por encima después de su transformación. Fuera cual fuera su caso me importaba bien poco, lo único que quería era que no me viera y alertara al resto de sus pútridos camaradas. Volví de nuevo a mi acogedor refugio y cerré la gran ventana para evitar que los ruidos me delatasen.
-Joder, esos bichos me acojonan cada vez que los veo. –Proseguí agitado.
-Yo desde el día de la madre y la hija no me he atrevido a ver a ninguno más en directo.
-Pues ojalá y puedas continuar haciéndolo mucho más tiempo. Bueno, creo que voy a practicar un poco con el arco. Desde aquel campamento hace más de diez años no había cogido uno.
-Tienes razón, yo también debería practicar, hablaremos luego.
Después de despedirnos bajé al garaje. No me atrevía a salir al jardín por si aquellos monstruos me escuchaban. Por suerte por aquellas fechas las mascotas abandonadas no paraban de ladrar y maullar en busca de sus amos, ahora probablemente convertidos en zombis y no hacía falta guardar tanto silencio. Improvisé una diana con un cojín naranja al que le pinté varios círculos. Los primeros lanzamientos eran torpes y ni siquiera penetraban en el cojín, pero después de casi una hora de práctica mi puntería mejoró notablemente. De repente, y cuando ya iba a dar por finalizada la práctica del día, un derrape seguido de una colisión me hicieron despertar de mi apacible calma. Dejé el arco en el suelo y subí las escaleras a toda velocidad. Llegué hasta mi habitación y abrí la ventana que daba a la terraza. No imaginaba cómo pero los vecinos de enfrente habían conseguido regresar. Aunque por desgracia la cosa no había salido exactamente como ellos esperaban. El pequeño utilitario azul se había empotrado contra el muro de la casa, eliminando de la ecuación las dos únicas formas de salvarse que tenían. El padre intentaba abrir la puerta pero ésta se había dañado con el impacto y ahora su única opción era salir arrastras por la ventanilla. La mujer salía por su propio pie del vehículo por la puerta del copiloto, pero antes de que pudiera reaccionar, un par de zombis se la estaban rifando para ver quién era el primero en probar bocado. Los dos niños de apenas diez años, salían por las puertas traseras aterrorizados en dirección a la casa entre gimoteos y lamentos, y una anciana que nunca había visto antes y que supuse era la abuela, permanecía inconsciente y abandonada a su suerte todavía dentro del vehículo. Posiblemente a alguno de los dos adultos se le había ocurrido la genial idea de ir en buscar a su madre poniendo en peligro a todos los otros miembros de la familia. Lo irónico de la situación era que después de tanto trajín, hubieran abandonado a la anciana dentro del vehículo. Esos eran los pocos momentos en los que me alegraba por no tener a ningún familiar vivo.
Por azar o por fortuna, el propio impacto del vehículo había conseguido crear una barricada que impedía el paso de los zombis. Fue un golpe de suerte que no tardaría en esfumarse. El padre rebuscó en uno de los bolsillos en busca de las llaves de casa. Después de unos interminables segundos, cayó en la cuenta de que se habrían caído dentro del vehículo por culpa de la acrobacia que había realizado momentos antes. Volvió cojeando hasta el automóvil y metió medio cuerpo dentro para dar con ellas. Por desgracia los zombis ya se arrastraban hacia el interior del coche gracias a la puerta abierta del copiloto y conseguían probar un poco de la carne del cabeza de familia. El hombre salió escopeteado fuera del vehículo con el brazo chorreando sangre y un amasijo de llaves en la mano. Cuando llegó a la puerta de entrada, un par de zombis ya habían conseguido colarse en el jardín a través del coche. Miré a mi alrededor en busca del arco pero caí en la cuenta de que lo había dejado en el garaje con el susto. No sabía lo útil que podía resultar mi ayuda, pero valía la pena intentarlo. Bajé de nuevo con el corazón en un puño, recogí el arco, y volví a subir las tres plantas exhausto. Cuando me asome nuevamente por la ventana el hombre parecía no haber tenido demasiado éxito en su búsqueda, ya que ahora forcejeaba con las dos criaturas que se habían colado dentro del jardín, recibiendo pequeños mordiscos y arañazos de cada uno de ellos. Tensé el arco y disparé. La primera flecha por poco dio a uno de los niños agazapados en la puerta. Cargué el arco con otra flecha y disparé de nuevo. Esta vez la flecha se clavó en una de las pantorrillas de uno de los zombis, pero éste ni siquiera se inmutó. Cuando iba a disparar una tercera flecha me di cuenta de que el padre conseguía zafarse de sus dos putrefactos agresores y lograba introducir la llave dentro de la cerradura. La puerta se abrió y los dos muchachos entraron esperando que el padre les siguiera. Justo cuando este último iba a empujar a sus hijos dentro y a cerrar con llave, uno de los dos zombis consiguió echársele al cuello y morderle sin piedad. Ante tan amarga escena, los dos niños se quedaron estupefactos. Cuando al fin reaccionaron, otro de los zombis ya tenía la mano en el marco de la puerta. Aunque con el impacto seguro que consiguieron romperle varios dedos, el zombi consiguió entrar en la casa y devorar a uno de ellos antes siquiera de cruzar el recibidor. El aire me faltaba. Esas crudas imágenes me habían destrozado por dentro. Me metí en mi habitación de nuevo, cerré la ventana, y me eché sobre la cama.




Capítulo cuarto: Provisiones y armas


En el supermercado, el ambiente de tensión se podía notar en el aire. Todos estábamos preocupados, pero algunos más que otros. Yo lo tenía claro, debíamos comprar productos lo más imperecederos posibles y de sencilla preparación. Llenamos uno de los carros con garrafas de agua mineral y otro con comida enlatada, sobres deshidratados y barritas energéticas, y salimos de la tienda lo más rápido que pudimos. No nos hacía gracia vernos expuestos sobre todo después de lo que acabábamos de presenciar. Cargamos las provisiones en mi Jeep, pero antes de volver a la seguridad de nuestras casas decidí pasar por un par de sitios más a pesar de la negativa de Albert.
Nuestra primera parada después del supermercado fue una macro tienda de deportes. En aquellos momentos la paranoia me invadía y era completamente presa del pánico, cada treinta segundos daba una vuelta de trescientos sesenta grados para asegurarme que no había ninguna de esas cosas pululando a nuestro alrededor. Quería seguir el consejo de Albert y marcharnos para casa, pero sabía que tal vez fuera la última oportunidad de aprovisionarnos antes de que las cosas se pusieran aún peor. Compré varios artículos de supervivencia como linternas, un par de mochilas, un buen puñado de pilas, cerillas impermeables y hasta un camping gas con unos cuantos cartuchos extras, si la cosa pasaba, me vería obligado a irme de camping para amortizar la inversión. De camino a las cajas pasamos por la sección de tiro y no pude resistirme a comprar un arco de competición y varias flechas. Hubiera preferido poder comprar un rifle automático o un par de Pistolas Beretta 9 mm., pero esto por desgracia no era Estados Unidos y no te regalaban un arma con tu Happy Meal. Albert siguió mi ejemplo y cogió otro, después de todo no sabíamos si la cosa se iba a poner peor. No sólo me preocupaban los infectados, también los amigos de lo ajeno tan característicos de las situaciones de necesidad.
Pasamos por caja ante la mirada atónita de la cajera y nos dirigimos hacia la última parada, la ferretería. No quería dejar mi casa desprotegida mientras yo estaba en la otra punta del país. Compré varios listones para tapiar puertas y ventanas de la planta de abajo y salimos de la tienda.
Una vez en Alella, dejé a Albert en su casa con su parte de las provisiones y conduje hasta la mía. Por suerte no había señales de infección por la zona. Guardé el coche en el parking y subí al salón para poner el noticiario -que ya se había convertido casi en una droga-. El suceso de la madre y la hija ni siquiera apareció. Había tantos casos en todo el país que ya era imposible reportarlos todos.
Cogí el teléfono y llamé a Ana.
-Hola cariño, al final he decidido que vendré a Galicia. También he invitado a Albert y a Carlota si tus padres están de acuerdo.
-Claro, no habrá problemas, me alegra oírlo, y ¿cuando vienes?
-Mañana prepararemos el viaje, y en cuanto Carlota llegué de Formentera saldremos hacia allí.
Omití la parte del incidente con la madre y la hija y nos despedimos. Preparé algo de comer y me mantuve en el televisor hasta bien entrada la madrugada. Por lo visto era bastante probable que, dada la situación se impusiera el estado de excepción y los toques de queda en todo el territorio en los próximos días –varios países como Estados Unidos y Canadá ya se habían acogido a esos estatutos-.
Me levanté temprano. No había podido pegar ojo repitiendo una y otra vez la escena vivida el día anterior, en cuanto cerraba los ojos la imagen de la pequeña con su vestido empapado de rojo carmesí venia a mi mente sin remedio. Desayuné algo y me puse a tapiar las ventanas. Con tanto alboroto me había olvidado llamar a Verónica para que no fuera a trabajar a la oficina. La llamé al móvil pero no lo cogió, probé suerte en el despacho y en su casa, pero tampoco descolgó. Tragué saliva y continué tapiando.
Después de un trabajo bien hecho, encendí el televisor. A las tres de la tarde se esperaba una comparecencia del mismísimo Rey Juan Carlos. Me mantuve pegado al televisor hasta la hora del comunicado y escuche lo que tenía que decir.
-“Queridos ciudadanos, nos encontramos en un momento de crispación y temor, y por ello he decidido instaurar el estado de excepción. Durante la tarde de ayer y todo el día de hoy, se me ha informado de numerosos saqueos en varias ciudades de nuestro país. Por el bien de los ciudadanos me veo obligado a imponer el toque de queda en todo el territorio español, incluidas las islas. Todo aquel que sea visto a partir de las nueve de la tarde, será arrestado inmediatamente…”
Allí estaba, como habían presagiado los medios. Si el rey se había visto obligado a instaurar el estado de excepción, es que las cosas se estaban desmoronando muy rápidamente. Cambié de canal.  Disturbios en la mitad de los países del mundo, el ejército ya había salido a la calle en otros tantos. Había llegado el caos total, el principio del Apocalipsis. Ahora solo cabía esperar que todo acabara cuanto antes.
Llegó el día de partir hacia Galicia, después de un par de llamadas infructuosas –las líneas empezaban a estar saturadas- conseguí contactar con Albert.
-Y bien, ¿ya ha llegado? – Le pregunté inquieto y nervioso.
-No, y ayer tampoco conseguí hablar con ella. Me tiene bastante preocupado. Mi hermano se ha mudado a mi casa, ha decidido quedarse aquí, dice que su apartamento es muy pequeño.
-¿Seguro que no quiere venirse con nosotros?, la casa es grande.
-No, esperará a mi madre y se quedaran aquí, dicen que es más seguro. De hecho creo que me  quedaré con ellos. No puedo irme sin Carlota.
-Claro, lo entiendo.
-Tal vez esta sea la última vez que hablamos.
-No digas eso, capullo, ya verás como en un par de semanas los del ejercito se ponen las pilas y podemos volver a nuestra antigua vida. –Dije sin creerme mis propias palabras.
-Buena suerte entonces. –Dijo él con resignación.
-Igualmente y...raciona la comida. Descuida, la humanidad saldrá de ésta.
Era hora de ponerme en camino, no podía esperar mucho más o las carreteras se colapsarían. Era ahora o nunca. Subí a mi habitación y metí varias mudas de ropa al azar dentro de la mochila. También me agencié el viejo bate de béisbol que decoraba una de las pareces de mi cuarto. Bajé a la cocina y escogí los dos cuchillos más largos y afilados que tenia, por si surgía el caso. Continué escaleras abajo y llegué al garaje. Accedí a un pequeño trastero y me hice con mi viejo equipamiento de moto. Unos guantes de neopreno, un casco integral negro y una chaqueta que me había salvado la vida de un par de caídas serias gracias a sus protecciones en hombros y antebrazos. Me monté en el cargado Jeep y salí de mi fortificado refugio.
Por lo visto, no era el único que se iba a mudar una temporada. Varios vecinos cargaban sus maletas con presteza dentro de sus coches. Ni preguntas ni saludos, nadie parecía estar para banales cortesías ese día. Salí de la urbanización y me dirigí como otros tantos vehículos a la autopista. Suponía que el peaje de acceso estaría colapsado, pero ese no fue ese el caso. Todas las barreras estaban levantadas. Eso me preocupó aún más. En los casi veinte años que llevaba viviendo allí, no recordaba que se hubiera dado esa situación ni una sola vez. El carril de acceso era lento, pero aún más lenta era la autopista, a pesar de que los más listos habían creado un cuarto carril aprovechando el arcén. Debería haber salido antes, me repetía una y otra vez. A juzgar por el denso tráfico, ya eran pocos los que aún permanecían en sus casas. Tardé casi tres horas en recorrer media docena de kilómetros. Mucha gente abandonaba la psicológica seguridad del interior de sus vehículos y se subía sobre ellos para ver hasta donde llegaban las retenciones. Al bajar, todos soltaban unos cuantos tacos e improperios y volvían a meterse en el interior del coche.
Después de otros interminables cuarenta minutos, algo sucedió. Primero era un goteo controlado, pero al poco tiempo se convirtió en una avalancha de personas. Varios hombres, mujeres y niños corrían en dirección contraria a la autopista con visible pánico arrastrando las pocas pertenencias que podían cargar. Abrí el techo solar y me subí sobre el asiento para ver lo que sucedía. A lo lejos pude ver como una fina columna de humo negro se levantaba pasada una curva, y una marabunta aún más grande de personas se aproximaban corriendo por delante de diez o doce individuos deambulantes que supuse eran infectados. Un escalofrió recorrió mi cuerpo. No tenía ni idea de que hacer. Si dejaba mi vehículo abandonado podría salvarme, pero dentro iban todas las provisiones de las que disponía. Sin ellas no duraría más de una semana. Estaba seguro de que ningún desconocido me ofrecería su casa como refugio ni compartiría la escasa comida de la que dispusiera conmigo.
Cerré los ojos con fuerza, inhale profundamente y volví a abrirlos. Cuando las coloridas centellas provocadas por la presión al cerrar los ojos desaparecieron, la primera visión que tuve fue la de un pequeño cartel blanco que indicaba una próxima salida. Sin pensarlo dos veces, me introduje de nuevo en el coche y aceleré, golpeando al coche de delante, ahora abandonado, para que me diera espacio de maniobra. Puse marcha atrás pero el coche que iba detrás había conseguido pegarse a mí impidiendo de nuevo que pudiera maniobrar. Cabreado y asustado, puse reductora, y empujé al impaciente conductor varios centímetros. Antes de que se bajara a darme dos ostias, aceleré y me dirigí hacia la desviación por el medio de dos carriles. Los laterales del coche crujían cuando rozaban con los vehículos o se llevaban por delante algún que otro retrovisor, y algunos de los pocos propietarios que aún permanecían en los coches tocaban el claxon y dirigían agravios hacia mi persona. Después de unos inquietantes segundos, alcancé el desvío. Según las indicaciones de éste, me llevaría a un pueblo vecino. Por suerte me conocía suficientemente bien la zona y pude salir de ahí sin problemas. El espectáculo no era mucho mejor allí. Algunos zombis caminaban despreocupados por las aceras, y varios transeúntes corrían de un lado a otro intentando preservar sus vidas. Uno de ellos, un hombre con calvicie avanzada y gafas de pasta defendía a su familia de uno de esos muertos a base de maletazos en la cabeza.
No podía dejar de pensar como solo en cuestión de un par de días las cosas se habían podido descontrolar de esa manera. Las manos me temblaban y el corazón se me aceleraba cada vez más. Debía volver a la seguridad de mi hogar. Hacer mil doscientos kilómetros con ese panorama iba a ser completamente imposible.
Esquivé a la gran mayoría, pero con ése no pude reaccionar a tiempo. Era una anciana vestida con bata y zapatillas de estar por casa. Acababa de sortear a un joven que se dirigía de frente hacia mí cuando la vieja apareció. El impacto fue irremediable. La mujer estaba tendida en el suelo, a juzgar por su aspecto y color de piel, era uno de ellos. No esperé a que se levantara, aceleré y esquivé su cuerpo malherido dejándola atrás. Después de eso, la taquicardia aumentó hasta tal punto, que creía que me iba a dar un infarto allí mismo. Después de unos eternos treinta minutos, logré llegar a casa y aparcar de nuevo el ahora destrozado coche en el garaje. Bajé de él, subí al salón y cogí uno de los cigarros que guardábamos para las visitas ya que yo fumaba en raras ocasiones. Cogí el Zippo que me había guardado en el bolsillo antes de salir y abrí la tapa. Después de intentar encenderlo hasta en cuatro infructuosas ocasiones partí el cigarrillo por la mitad y lo lancé al suelo. Me dirigí a la cocina y probé más suerte con una copa rebosante de Vodka. Aunque la mitad del licor terminó derramado en la encimera, conseguí servirme una copa. Dirigí la temblorosa mano hasta mi boca, y lo tomé de un largo trago. Caminé de nuevo hasta el salón, me senté en el sofá y cerré los ojos.

Capítulo tercero: Nos llegó el turno


Pocos días antes de que el virus llegara a España, Ana preparaba la maleta para ir con sus padres y su hermana a su pueblo de la infancia en Galicia. Yo debía acompañarla, pero por razones de trabajo tuve que quedarme en Barcelona un par de semanas más.
Ana subió al enorme Nissan Pathfinder de su padre, y los cuatro emprendieron las doce horas que les separaban de su destino, mientras ella se despedía por la ventanilla trasera haciéndome gestos con la mano.
Esa sería la última vez que la vería con vida.
Hacía cuatro días que Ana se había marchado con sus padres y la casa ya era un desastre. Definitivamente la vida de soltero no me hacia bien. Había refrescos y cervezas a medio beber en buena parte del salón, las cartas y las fichas de póker cubrían la mesa del comedor y la pica de la cocina estaba desbordada por los utensilios usados el día anterior para la cena. Dejé todo como estaba y salí al jardín. Albert estaba tumbado en la hamaca leyendo uno de mis libros. Albert era un chico delgado, no muy alto, de cabello emmarañado negro azabache y ojos verdes. La noche anterior, después de la pequeña fiesta de solteros que nos habíamos pegado, había bebido demasiado para conducir y se había quedado a dormir en mi casa. Albert era mi socio y trabajábamos juntos en una empresa de publicidad y marketing. Los dos nos habíamos tenido que enfrentar al mismo dilema. Su novia también se había ido de vacaciones mientras él se quedaba aquí conmigo para cerrar un trato con una conocida empresa de deportes.
-Tú, pedazo de cerdo, si te has levantado primero podías haber empezado a recoger un poco. Otro día más y viviremos en una auténtica pocilga. –Le espeté molesto.
-Lo siento, es que he cogido un libro para despejarme un poco antes de empezar a limpiar y me he entretenido.
-¿Qué lees?
-Uhm déjame ver… El juego de Ender.
-Ah y ¿te gusta?- Pregunté con amabilidad.
-Pues sí, está bastante bien-Dijo él más relajado.
-Me alegro, ahora levanta el culo y vamos a dejar esto en condiciones.
Recogimos la casa como pudimos, y a media tarde decidimos ir a tomar algo con Roger a un bar cercano. Roger era uno de nuestros mejores amigos, y desde hacía unos meses trabajaba como conductor de ambulancias en el SEM (servicio de Emergencias Médicas). Ese día Roger parecía más nervioso de lo normal, no hicieron falta ni cinco minutos para saber el porqué.
-¿Has salvado muchas vidas hoy?-Preguntó Albert.
-La verdad es que no, no ha llegado ni uno vivo al hospital. –Dijo Roger resignado.
-¿Hay alguna novedad acerca del virus?- Pregunté yo.
-Lo cierto es que creo que ya está aquí, al menos los patrones coinciden con lo que han dicho por la televisión. Al parecer, unos compañeros recibieron ayer de madrugada un aviso de pelea en vía pública con heridos. Cuando llegaron se encontraron con una estampa propia de una película de terror. Un tío en el suelo sangrando por el cuello, y otro muy alterado, esposado y tumbado boca abajo con la boca llena de sangre y completamente ido. Por lo visto, varios testigos afirmaban haber visto al tipo ahora esposado lanzándose sobre el otro sin mediar palabra y empezar a morderle el cuello sin miramientos. La policía había llegado poco después del incidente y habían reducido al sujeto, no sin antes llevarse un par de mordiscos superficiales cada uno. Hasta ahí todo más o menos normal.
-¿Normal?- Preguntó Albert atónito.
-En el turno de noche se ven muchas cosas raras, macho. Pero espera, lo realmente curioso llega ahora. El individuo tumbado en el suelo estaba completamente muerto cuando llegaron mis compañeros. Con lo de la pelea entre los policías y el psicópata nadie se había preocupado de taponarle la herida y ahora éste yacía sobre un enorme charco de sangre. Mis compañeros no podían hacer gran cosa ya, salvo tapar el cadáver con una manta térmica y esperar a poder llevárselo una vez viniera el forense. Cuál fue su sorpresa al ver que al poco tiempo de taparlo, la sabana empezó a moverse. Al principio todos creían que era el viento, pero poco después, el tipo muerto se incorporó a duras penas con la manta aún cubriéndole la cabeza y parte del cuerpo. Un golpe de aire hizo volar la manta, y vieron al individuo pálido, con los ojos completamente blancos. Sin decir nada, el tipo se dirigió torpemente hacia una de las chicas que había sido testigo de la agresión, y se abalanzó sobre ella haciéndole caer y dándole un mordisco en el muslo. Los dos policías atónitos, se dispusieron a entrar en acción nuevamente, pero esta vez sacaron las armas. Desde luego no es el procedimiento común, pero estarían acojonados igual que el resto, ¿quién puede culparles?. El tipo se levantó de nuevo torpemente, y empezó a caminar hacia los polis. Por lo que me contaron, le dieron la orden de detenerse más de dos y de tres veces. El tipo no parecía estar demasiado por la labor así que apuntaron al pecho y dispararon un tiro cada uno. El tipo retrocedió un par de pasos, pero no cayó, siguió caminando como si tal cosa, así que en vista del éxito los policías decidieron dispararle algunos tiros más. El dato más curioso es que necesitaron más de ocho balas para abatirlo por completo. A todo esto, y sin que nadie se percatara del hecho, el otro tipo esposado había conseguido arrastrarse hasta llegar a los polis y morder el tobillo de uno de ellos. Con un acto reflejo, el compañero pisó la cabeza del detenido y esparció los sesos allí mismo.
Durante toda la última parte de la historia, Albert y yo habíamos permanecido boquiabiertos escuchando el escalofriante relato propio de Hollywood sin poder mover un músculo. Debía preguntarlo, necesitaba saber.
-¿Qué ha pasado con los heridos?- Pregunté embobado.
-Todo eran heridas superficiales, los compañeros del SEM les curaron y les mandaron a casa.
-¿De verdad quieres que nos creamos esa historia? –Preguntó un escéptico Albert.
-No miento, esta vez no, esperad, voy a cambiar de canal.
Roger caminó hasta el mostrador y le pidió al camarero –con el que ya teníamos cierta confianza previa- que le prestara el mando de la televisión. Apuntó hacia ella y cambió de canal. Era casi la hora, pero el telenoticias aún no había comenzado en ningún canal. Buscó entre algunos y al final consiguió sintonizar la CNN+. Tuvimos que esperar unos agonizantes diez minutos hasta que comentaran el suceso, a grandes rasgos, tal y como él lo había contado.
-¿Pero entonces, este virus convierte a la gente en una especie de zombis?- Le pregunté sin saber ya que pensar.
-Pues eso parece. De todas formas, en el hipotético caso de que el tío estuviera vivo, con esa herida en el cuello nadie habría podido ponerse de pie y atacar al primero que pillara. Me suena a aquello de los dos pilotos caníbales de hace unas semanas.
-Ahora que lo dices tienes razón. ¿No te vas a pedir una excedencia o algo? –Le preguntó Albert ahora más confiado.
-¿Estas de broma? Tengo que pagar el nuevo motor del coche y me cuesta tres mil euros.
-Bueno Ruchi, yo que tú me lo tomaría con calma, no me gustaría que uno de mis amigos se convirtiera en eso. –Le dije yo un tanto preocupado.
-Tranquilos que si veo a alguno de esos bichos lo primero que voy a hacer es ponerme a correr.
Salimos del bar y nos fuimos a nuestras respectivas casas. Llamé a Ana preocupado y le conté lo ocurrido, al parecer ella también había visto las noticias. Parecía no haber duda, ese extraño virus había llegado a nuestras fronteras.
Me levanté a la mañana siguiente y lo primero que hice fue mirar la televisión. Como suponía, el virus había cobrado total y absoluto protagonismo de la noche a la mañana. Una cosa eran unos cuantos casos aislados en la otra parte del charco, y otra muy distinta, que afectara directamente a nuestro país. Las noticias acerca del virus pasaron de un pequeño espacio de un par de minutos en el telediario, a ocupar la mayor parte de la franja horaria en todos los canales. Al parecer, ya se habían dado casos en Alemania, China, Japón, India, Sudáfrica, Francia e Italia. En nuestro país, Barcelona no era ya la única afectada por el virus. Aún estaba por confirmar, pero parecían haberse dado casos en Madrid, León, Valencia y Murcia.
Estados Unidos, que había sido el primer país en ver aparecer la infección –se había confirmado que el patrón era igual al de los dos pilotos caníbales- había experimentado ya el siguiente paso de ésta. Cada vez había más videos donde aparecían imágenes relacionadas con la enfermedad. En ellos se podían apreciar a soldados equipados con trajes bacteriológicos amordazando y arrestando a los infectados con precaución. Según explicaban varios responsables del gobierno, se estaba procediendo al aislamiento de los pacientes en salas de cuarentena -en aquellos tiempos aún no sabían que la mejor medicina para esos seres era una bala en la cabeza-. Nadie tenía demasiada información hasta la fecha, o si la tenían, no soltaban prenda.
Tan solo un par de días después, con todos los casos en España confirmados y videos de ataques masivos en todo el mundo circulando por la red, la OMS decidió dar la voz de alarma y calificarla como pandemia mundial. Con su aparición, la OMS desveló los misterios y características del virus, o al menos, los más obvios. Después de algunos estudios, se había confirmado que se transmitía exclusivamente por los fluidos y no por el aire como algunos medios dejaban entrever. El tiempo de incubación variaba dependiendo del canal de contagio. La manera más rápida de infección era a la vez la más habitual. La mordedura. También era especialmente relevante el lugar de ésta. Un mordisco letal en el cuello provocaba la infección del paciente en pocos segundos y su posterior reanimación, mientras que una herida superficial en las extremidades, podía dar a los infectados varios días sin ningún síntoma. La pregunta clave y más escalofriante también quedó desvelada. Sí, estaban muertos.
A partir de este punto el pánico cundió en todo el mundo. Los disturbios mundiales despertaron en prácticamente todos los puntos del planeta. Desde manifestaciones pacificas a las más brutales protestas con cócteles molotov y vehículos ardiendo en mitad de la calle. Al final parecía que este nuevo virus nada iba a tener que ver con la gripe A o el síndrome de las vacas locas. Después de la comparecencia llamé a Ana, esta vez mucho más preocupado que de costumbre.
-¿Has visto lo de la OMS?-Le pregunté inquieto.
- Sí –Me respondió ella lacónicamente.
-¿Qué vamos a hacer?
-De momento no ha habido ningún caso por aquí, podrías venirte.
-No creo que un pueblo alejado de la mano de Dios sea la solución.
-Tampoco las afueras de una gran ciudad. –Dijo ella elevando el sonido de la voz.
-Mira hagamos una cosa –Dije intentando destensar la situación. – Esperemos un poco más, al fin y al cabo por aquí solo hemos tenido un par de casos, es muy improbable que vaya a encontrarme con alguno de ellos. Si las cosas no se solucionan ya estudiaremos las posibilidades, dame solo un día, tengo que acabar de cerrar el trato con los japoneses si es que el mundo no se viene abajo antes.
-Está bien, pero ten cuidado. Buenas noches, Te quiero.
-Y yo a tí.

Era el día de la gran presentación a la firma. Recogí a Albert y nos dirigimos -no sin una angustiosa sensación en la boca del estomago- al despacho en mi coche. La ciudad parecía más vacía de lo normal, sobretodo de transeúntes. Recorrimos la calle Aragón y giramos por Ramblas. Dejamos el coche en un parking cercano y  subimos a nuestro pequeño despacho. Cuando las puertas del ascensor se abrieron pudimos ver a Verónica, la secretaria, detrás de su mostrador de aluminio plateado con cara de preocupación. Nos acercamos a ella y le preguntamos qué pasaba.
-Me temo que sólo se han presentado tres de los cinco representantes.
-Vaya, parece que la gente se lo ha tomado en serio. No te preocupes, con tres será suficiente, van a darnos el proyecto sí o sí.
-No es eso lo que me preocupa.
-¿Entonces? – Le preguntó Albert, que se había negado a ponerse traje y vestía un tejano con camisa blanca y zapatos negros.
-Mi novio, llevo llamándole desde ayer por la noche y no lo coge.
-Si te vas a sentir más tranquila, ve a verle, ya cerraremos nosotros, en vista del éxito, después de la presentación teníamos pensado cerrar.
-¿De verdad? Muchas gracias, mañana estaré aquí sin falta, lo prometo.
-No te preocupes y vete.
Entramos en la sala de reuniones y allí nos estaban esperando los representantes, para variar, con cara de preocupación. Bordamos la exposición, pero ellos no parecían estar demasiado por la labor. Al acabar la presentación nos despedimos y desaparecieron como alma que lleva el diablo. Definitivamente ese iba a ser un mal mes para los negocios.
Salimos del parking y nos dirigimos a una cafeteria de la Diagonal. Nos sentamos en la terraza y tomamos un café mientras nos lamentábamos de nuestros problemas económicos. Ese nuevo trato con los japoneses iba a suponer nuestra ampliación al mercado internacional, pero en vista de lo acontecido, era obvio que nuestro desarrollo se iba a posponer más de la cuenta.
Nos disponíamos a volver a nuestras respectivas casas después de un día desafortunado cuando de repente vimos a un hombre en la otra acera que nos llamó la atención. Deambulaba de un lado a otro, por lo que pensamos que llevaría un brick de vino barato de más. Una madre con su hija que caminaban en dirección contraria, decidieron cederle el paso para evitar problemas observando lo mismo que nosotros, pero de repente, el hombre se aproximó a ellas y agarró a la niña por el brazo sin ninguna explicación. La madre sujeto el otro brazo de la niña y los dos comenzaron un tira y afloja entre gritos de la madre, llantos de la hija y berridos ininteligibles del individuo.
Hasta ese momento no me había percatado de que éramos las dos únicas personas sentadas fuera, y en la calle tampoco parecía pasear nadie, ni en un sentido, ni en otro. Me levanté de la silla de aluminio con un acto reflejo y crucé la Diagonal para llegar hasta la acera de enfrente lo más rápido posible. Pasados unos segundos, Albert reaccionó y me siguió. Los coches pasaban fugazmente delante y detrás de mí, pero conseguí sortearlos con habilidad, y por qué no decirlo, también con algo de suerte. Giré la cabeza y vi como mi apurado amigo cruzaba con éxito la calle también. Me dirigí directamente hacia el individuo y le propiné un empujón, arrinconándolo en el suelo. Éste levantó la mirada, hasta ahora tapada por una gorra azul y granate del equipo de fútbol local y me mostró su blanquecina mirada y su pálido rostro añil. Había visto demasiados casos en televisión para no reconocer a uno de ellos. Antes de que ninguno de los presentes pudiéramos reaccionar, el zombi alargó el brazo y arrebató a la niña de las temblorosas manos de su madre, fundiéndose con ella en un macabro abrazo mortal. El zombi ya había desgarrado la garganta de la niña con un certero mordisco, y ahora ésta se desangraba sin emitir sonido alguno. Sabía que para la niña no había redención posible, y si nos quedábamos mucho tiempo ahí, tampoco la abría para nosotros. Una sola dentellada de ese bicho en cualquier parte de nuestro cuerpo, y ya estaríamos condenados como ella. Cogí la mano de la madre y la arrastré contra su voluntad fuera del alcance de aquel engendro, pero ella consiguió zafarse a los pocos metros y volver con su pequeña. Volví a por ella y la agarré de nuevo, pero se giró y me golpeó en la mejilla con una bofetada. Después volvió a fijar su ira sobre el macabro asesino y le golpeó varias veces con su puño a la vez que intentaba arrebatarle a su presa ya muerta. Con los dos primeros impactos el zombi no pareció inmutarse, pero al tercero, alcanzó la mano de la mujer con una diestra dentellada. Era como un perro rabioso defendiendo su comida ante los demás depredadores. No había vuelta atrás, La madre ya estaba infectada. Asustada, se giró hacia mí con cara de pánico sugiriéndome con la mirada que esta vez sí, la rescatara. Por mi parte sólo encontró un rápido sprint hasta alcanzar a Albert, que permanecía a tan solo unos metros de mí. Sabía perfectamente que ahora la mujer estaba perdida, y ya nadie podía hacer nada por ella. La mujer dándose cuenta de que ahora estaba sola, se giró de nuevo y volvió a golpear al agresor, mientras nosotros desaparecíamos de allí a toda velocidad.
A partir de ese momento mi mentalidad con respecto al virus cambió por completo. Albert y yo llamamos a la policía y nos marchamos lo más lejos posible del escenario pese a las sujerencias de que nos quedaramos cerca caomo testigos. Volvimos al coche y nos sentamos temblorosos y estupefactos. Empecé a hablar, pero mi voz se entrecortaba, el pecho se compungía, y mis palabras eran casi tan ininteligibles como los gemidos que habíamos escuchado minutos antes. Un escalofrio y un picor en la parte superior de las mejillas me invadia.  Respiré hondo, tomando una larga bocanada de aire y luego lo intente de nuevo.
-¿Pero... qué coño ha pasado ahí detrás? –Pregunté a Albert esperando una respuesta basada en la lógica que nos sacara de nuestro trance.
-Nnnno tengo ni puta idea… - Respondió él todavía en shock.
Como de costumbre, me tocaba a mí tomar las decisiones. Desde que éramos pequeños yo era el que llevaba la voz cantante. Albert siempre se limitaba a obedecer. Si hubiera sido por él, ese día nos hubiéramos quedado en el coche hasta bien entrada la madrugada.
-Te diré lo que haremos. Vamos a ir a conseguir algunas reservas. Yo personalmente creo que voy a ir con Ana a su pueblo. ¿Dónde decías que estaba Carlota?
-En Formentera, debería llegar pasado mañana.
-Si quieres la esperaremos e iremos todos, quedarse en la ciudad es un suicidio.
-Como quieras.
-Entonces pongámonos en marcha, el tiempo no es una ventaja de la que dispongamos.
Encendimos el coche y nos dirigimos al centro comercial más cercano.

Capítulo segundo: El orígen




Un año antes…
No podía dormir, llevaba más de una hora revoloteando de lado a lado pero no había manera, así que dejé a Ana en la cama y bajé al salón. Pensé que igual una copa de vino y la programación de madrugada me ayudaban a conciliar el sueño. Abrí la nevera y me serví un vaso de vino blanco, me senté en el sofá y encendí el televisor. Una simple noticia a las tantas de la mañana a mediados de Julio, así empezó todo…
Me desperté cuando Ana levantó las persianas. Mi plan había surtido efecto, había conseguido quedarme dormido, el único inconveniente era que el sofá iba a pasarme factura tarde o temprano. Ya empezaba a notar los músculos del cuello agarrotados y sabia que la tortícolis no tardaría en aparecer. El aroma de comida caliente me indicaba que ya era mediodía, así que me incorporé y fui hasta la cocina. La mesa estaba servida en el jardín y el viento hacia que los platos decorativos de la pared se movieran provocando un agradable tintineo. Ana apareció por detrás con una jarra de agua fría. Tenía la morena cabellera medio enmarañada y sus ojos azul oscuro como el océano me miraban penetrantemente.
-¡Ya era hora de que te despertaras, son más de las dos de la tarde!
-Lo sé, es que anoche no podía dormir y decidí ver un rato la tele.
-Lo he imaginado al verte desparramado en el sofá. La comida está lista, empecemos a comer o se enfriará.
Unos deliciosos macarrones gratinados me estaban esperando ya servidos en el plato. Si algo sabia hacer Ana, era cocinar. Me senté en la mesa impaciente y devoré el plato de macarrones mientras ella me sugería sin éxito que comiera más despacio. Acabamos de comer o en mi caso de engullir, recogimos la cocina y nos sentamos a ver la tele un rato huyendo del calor abrasador de la tarde. De nuevo la dichosa noticia…
-“…Las autoridades aseguran que los dos pilotos se encuentran fuera de peligro y que todo volverá a la normalidad en los próximos días…”-Explicaba Matías Prats en el informativo.
-¿Que ha pasado? – Me preguntó Ana expectante.
-Nada, lo de siempre, tragedias y más tragedias… se ha estrellado un avión militar cerca de Las Vegas. Había salido de una base militar próxima y a los pocos minutos tuvo que hacer un aterrizaje de emergencia, por lo visto no les salió muy bien. Están en coma pero parece que saldrán de ésta, por lo que dicen. –Le expliqué.
Seguimos viendo el telenoticias, que ya solo informaba con noticias de relleno y después, un horrible peliculón acerca de de una mujer que había perdido a su hijo en extrañas circunstancias y que Ana insistió en ver. Cansado de la programación del sábado tarde, propuse a Ana ir a pasear a algún centro comercial en busca de gangas o de una buena película en el cine. Ella accedió inmediatamente, así que nos cambiamos y fuimos a Gran vía 2. En realidad el centro comercial nos quedaba bastante lejos, pero dado que los padres de Ana vivían por aquella zona, pensé en hacerles una inesperada visita después del paseo. La idea también agradó a Ana pues hacia algunas semanas que no se veían. Después de un par de horas haciendo la compra de la semana y de algunas chorradas que ni siquiera necesitábamos, nos dirigimos a casa de sus padres. Estuvimos un rato y nos quedamos a cenar, hasta que, casi a la medianoche decidimos marcharnos de vuelta a nuestra casa en Alella.
Tuvieron que pasar un par de días hasta que la noticia del avión estrellado en Las Vegas saltara de nuevo a los medios de comunicación, aunque esta vez, el suceso se tornó más extraño. Un video aficionado que visitaba a unos parientes en el hospital, había cedido una grabación a los medios realizada con la cámara de su móvil. En las primeras imágenes se podía apreciar como dos varones jóvenes, que al parecer habían sido identificados como los dos pilotos del avión siniestrado, deambulaban medio desnudos por los pasillos del hospital atacando al personal médico y a los pacientes que encontraban a su paso. Aunque la resolución de la cámara dejaba bastante que desear, se podía observar claramente como los dos hombres se abalanzaban sobre sus víctimas y les asestaban mordiscos indiscriminadamente. La segunda parte de la grabación había sido tomada minutos después. En ella se apreciaba a varios soldados americanos ataviados con fusiles automáticos y trajes bacteriológicos llevándose esposados y amordazados a los dos pilotos.
La escalofriante grabación no tardó en dar la vuelta al mundo, y durante algunos días, fue actualidad en la mayoría de periódicos y noticiarios. Pero en un mundo plagado de tragedias y desastres naturales, el fenómeno de los dos pilotos caníbales, como se les había apodado, quedo relegado a un segundo plano en poco tiempo. Al parecer el ejército americano se había encargado de clasificar toda información del suceso y ningún periodista había conseguido dar con el paradero de los dos pilotos o de sus familiares. El único dato cierto que se conocía hasta la fecha era que los dos individuos habían despegado de la base aérea de Nellis, emplazada en el área 51, más conocida por ser el centro de mitos y conspiraciones sobre alienígenas desde los 60´ con destino desconocido. Nunca más se supo nada de los dos pilotos caníbales y la noticia desapareció al fin. La vida continuó su atareado curso, hasta que, más o menos a principios de Agosto, se dieron los primeros casos de contagios.
Al principio los casos fueron aislados y poco numerosos. Por aquellas fechas el director para la seguridad sanitaria de la OMS Fukuda Keiji, ya había alertado de un nuevo virus del que no se tenía constancia hasta la fecha. Al parecer, los individuos infectados con el virus, eran altamente contagiosos y agresivos. Según el informe presentado por la OMS, el virus se contagiaba por cualquier tipo de fluido corporal. Pero por aquellos entonces nadie hacia caso ya de esas cosas. Todos teníamos muy presente aún lo acontecido unos años antes con la gripe A. La OMS también informó entonces de la cepa del H1N1. El pánico entre la población cundió y una vez encontrada la vacuna, los gobiernos gastaron ingentes cantidades de dinero en crear miles de millones de viales, que después quedaron abandonados a sus suerte en Dios sabe dónde. Y eso sin contar con el mal de las vacas locas, la gripe aviar, la gripe porcina, y un largo etcétera de infecciones que habían ocupado también las portadas anteriormente. La gente estaba inmunizada, sí, pero contra las noticias sensacionalistas que no paraban de aparecer cada día para hacer cundir el pánico en nuestras ya de por si complicadas vidas.

Capítulo primero: Flash forward


Empecé a correr sin saber hacia dónde me dirigía. Esos malditos bastardos estaban por todas partes y solo tenían ojos para mí. Claro que era comprensible, al fin y al cabo yo era especial, yo era el único de todos ellos que aún respiraba.
Aunque yo era más rápido, ellos eran más, muchos más. Escapar no iba a resultarme fácil. Todos los portales estaban cerrados, tal vez, mejor que lo estuvieran, lo más probable era que esos edificios estuvieran plagados de monstruos también.
De repente fijé mi vista en un enorme Hummer al final de la calle con las siglas de la B.H.S.U. impresas en la puerta, que por si fuera poco, estaba abierta. Sin pensarlo dos veces, desenfundé el arco y me preparé para lo que pudiera surgir. Cuando llegué, un par de agentes especiales de la B.H.S.U. estaban esperándome. A mí o a cualquier ser humano al que aún le latiera el corazón. Rápidamente, tensé el arco y le disparé al más cercano en la cara. Estaba a menos de dos metros, era un tiro seguro.
Con el siguiente no me resultaría tan fácil. Lo tenía casi encima y no tenía tiempo para disparar el arco una segunda vez, así que antes de que el primero se desplomara en el suelo, le arranqué la flecha de la cara y la usé para ensartarle un ojo al que aún estaba en pie.
Miré en todas direcciones y no vi nada. Perfecto, así tendría tiempo de saquear los cuerpos. Los agentes especiales eran los únicos de toda la B.H.S.U. que llevaban Mágnum Desert Eagles. Eran tan potentes que con un poco de suerte podían eliminar a tres zombis de un solo disparo. Rebusqué en el primer cuerpo pero solo encontré la placa de identificación del agente y un par de cargadores sin usar. Hubiera preferido encontrar la pistola pero los cargadores también podrían serme útiles. En el caso de conseguir la pistola, claro. Me dirigí al segundo cuerpo esperando tener más suerte. De nuevo, su funda estaba vacía. Tenía tres cargadores en los bolsillos y su placa de identificación correspondiente, pero ni rastro de la dichosa pistola.
De repente, cuando me disponía a incorporarme, escuché un gorgoteo oclusivo detrás de mí. Era uno de ellos, no había duda. Desenvainé la katana y me levanté al mismo tiempo que daba un giro brusco, sin saber aún a qué distancia se encontraba el engendro exactamente. Antes de que tuviera tiempo de abalanzarse sobre mí, le asesté un golpe en el cráneo fulminándolo al instante. La katana se quedó atascada, así que tuve que poner el pie en el pecho del zombi para hacer palanca. Como si de una grotesca adaptación del rey Arturo se tratara, extraje la katana del cráneo del no muerto mientras borbotones de sangre coagulada salían de su frente corrupta. Ese cabrón había aparecido de la nada. Debía ser más cuidadoso en el futuro si no quería convertirme en una de esas cosas. Justo cuando iba a montarme en el coche, recordé que con el susto había olvidado cachear al último zombi…
-¿Llevas una pistola o es que te alegras de verme? – Le pregunté retóricamente.
En la cintura, bajo la chaqueta se podía distinguir un bulto. Probablemente era lo que andaba buscando. Abrí los botones de la chaqueta resistiendo las arcadas. Me resultaba difícil no mirar su cabeza, partida en dos como un melón. De pronto, algo llamó mi atención más que su cráneo. Ahí estaba, una magnífica Desert Eagle calibre .50 de color negro enfundada en su cinturón.
-¡Hoy es mi día de suerte! … si no fuera porque el planeta está lleno de zombis y yo estoy solo, rodeado de ellos.
Cogí la pistola con su funda, otros dos cargadores y su placa de identificación. Esta vez sí, limpié la hoja con el traje del agente, envainé la espada y me dirigí al coche contento por mi nueva adquisición. Me eché la pistola al cinto y me subí en el coche con mucho cuidado. Lo que menos me apetecía era encontrarme con otro zombi escondido en el asiento trasero preparado para darme una sorpresa. Por suerte el Humvee estaba vacío, en los asientos traseros tan solo quedaban algunos restos de sangre reseca. El vehículo tenía montada una torreta con una ametralladora pesada M-2 y una pala parecida a la de las máquinas quitanieves para apartar a los coches o a los zombis que se cruzaran en su camino, por cortesía de la unidad de desarrollo de la B.H.S.U.
Era hora de salir de ahí, ya había perdido bastante tiempo saqueando cadáveres y estaba seguro de que los infectados que me perseguían no tardarían en volver a encontrar el rastro.
-¿Cómo estos agentes habían podido transformarse? – No paraba de repetirme a mí mismo.
Pertenecían a una unidad especial con formación de combate, estaban montados en un vehículo blindado y tenían varias armas a su alcance. Además, no había ni rastro de refriega en el exterior del coche. Solo podía suponer que alguno de los tres contrajo la infección y no informó a sus compañeros. Se transformó en el interior del coche y atacó a los dos acompañantes.
Las llaves estaban puestas, las giré pero el coche no arrancó. Probablemente al salir corriendo del vehículo, se habían dejado el motor encendido y el tiempo había acabado con la gasolina del depósito. ¡Maldito idiota!, estaba perdiendo un tiempo precioso inspeccionando el coche y ni siquiera había comprobado si funcionaba. Bajé del vehículo como una bala. Sabía que el coche llevaba latas de gasolina para estos casos. Vi un par de ellas adosadas al maletero junto a una rueda de repuesto.  Probé suerte pero estaban completamente vacías. Estaba empezando a quedarme sin ideas.
De repente, apareció en mi mente la idea de que tal vez en el techo junto a la ametralladora podría quedar algo de gasolina. Me apoyé sobre la rueda de repuesto, subí con un impulso y… ¡Bingo! Ahí había otras dos latas de gasolina junto a un par de cajas de munición y por suerte éstas estaban llenas. Cogí una de ellas y la baje a toda prisa, abrí el tapón del depósito y vertí el contenido lo más rápido que pude. Volví a subir al coche y probé suerte. Un petardeo fugaz salió del Humvee. Puse la llave de nuevo en la posición original y volví a intentarlo. Esta vez el petardeo fue más prolongado, pero no conseguí encenderlo.
Antes de que pudiera intentarlo una tercera vez, vi asomar a uno de esos engendros al final de la calle. Al fin me habían encontrado.
Empezó a caminar torpemente hacia el coche y pronto le siguieron un par de docenas más. O me movía rápido o iba a servir de aperitivo a aquellos repugnantes bichos. Lo intenté por tercera vez pero fue en vano. Si no lo conseguía pronto, el motor se ahogaría y ya no habría nada que hacer. Si eso pasaba, no tendría más opción que subirme a la torreta y cargarme a tantos de esos zombis como pudiera.
Por suerte al cuarto intento y con el corazón a punto de salírseme por la boca, un enorme estruendo me indicó que el coche estaba listo para marcharse. Apreté el acelerador hasta el fondo y me dirigí directamente hacia ellos. La pala hizo su trabajo y los lanzó por los aires sin problemas. Miré hacia atrás por el retrovisor y vi que sólo un infectado había quedado en pie. Era una chica rubia de unos veinticinco años, con la boca llena de sangre fresca y uno de los brazos sosteniéndose únicamente por un par de tendones. Di marcha atrás y le pasé por encima sin miramientos. Después de todo, ese grupo acababa de matar a todos mis compañeros y creí conveniente darle las gracias de algún modo.
Cuando me disponía a salir al fin de ese maldito lugar, observé que uno de los zombis a los que había atropellado y lanzado por los aires estaba intentando levantarse con torpeza apoyándose sobre la pared. No pude evitarlo, la adrenalina y la furia me consumían por dentro. Bajé la ventanilla, desenfundé la Desert Eagle y disparé al cráneo de esa aberración mientras ésta clavaba sus ojos amenazantes sobre mí. Una bola de fuego salió del cañón y una explosión inundó la calle. La bala impactó en el cráneo, salpicando la pared con su masa encefálica. La mancha que dejó recordaba a uno de esos cuadros abstractos que antaño se exponían en los museos.
Subí la ventanilla y apreté el acelerador, aún tenía un largo camino por delante y no sabía si llegaría a mi destino.

Preludio


“La guerra zombi está en marcha, los muertos caminan por la tierra y los pocos  supervivientes se esconden o luchan, el Armagedón ha llegado y no estábamos preparados, mi nombre es Eric Majó y ésta, es mi historia.”